El vuelco experimentado en muchos ayuntamientos tras las elecciones del 24 de mayo hace que parezca que algunos aun no han bajado de la nube y otros estén atentos al mínimo gesto para encasillarlos rápidamente en el espacio de la casta.
Afirmar que hay gente que reacciona al ver en el bus urbano al alcalde de A Coruña como si hubieran visto a un fantasma suena algo exagerado, cuando su antecesor había hecho gala de la supresión de coches oficiales y no era difícil verlo por la calle. Apresurarse a difundir fotos de la nueva alcaldesa de Madrid subiendo a un coche oficial para acudir a un acto suena a pretensión de alinearla a toda costa con esa vieja política tan denostada.
Presumir de que el pueblo ha entrado en los ayuntamientos sirve para dar argumentos a quienes acusan de populismo a las fuerzas emergentes. El pueblo entró en los ayuntamientos tras las elecciones de 1979, las primeras municipales democráticas desde la guerra civil, con la Constitución recién aprobada en referendo. El franquismo conservaba aun reductos de poder que hicieron vivir momentos tensos a muchos de aquellos alcaldes, en un ambiente de amenaza constante de golpe de Estado, muy diferente, afortunadamente, a la -con todos sus defectos- democracia consolidada de hoy.
Lo que ahora toca es resolver los problemas acuciantes de los ciudadanos y barrer, eso sí, las telarañas de corrupción y malas prácticas acumuladas en décadas. La ola de ilusión y de deseo de cambio que los nuevos alcaldes supieron generar se transforma al día siguiente de las elecciones en exigencia de cumplimiento. Toca demostrar que saben verlo, más allá de los gestos o anécdotas de los primeros días.