El PP tiene un problema de comunicación

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

09 jun 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

El PP tiene un problema de comunicación y se dispone a remediarlo. Nada nuevo bajo el sol. La diarrea de los partidos siempre tiene su origen en defectos de comunicación. Sus esclarecidos líderes y hasta sus dirigentillos de tres al cuarto nunca fallan y sus políticas son siempre atinadas, pero patinan a la hora de explicarlas. En el país de Cervantes, no saben contar su victoria heroica contra los molinos de viento. Vaya por Dios. Los ciudadanos, duros de mollera -o incluso iñorantes, feridos e imbéciles, como los del Himno Galego-, «non nos entenden, non». De lo cual se deriva una ley de validez universal: todo partido entra en barrena por un problema de comunicación. Asciende por méritos propios y cae al abismo por incomprensión de la chusma y el martilleo de las televisiones. ¡Ah, si yo les contara!

Cayó Zapatero porque no convenció de que la congelación de las pensiones o la reducción del sueldo de los funcionarios lo hacía para salvar al país, espacio común del que pensionistas y funcionarios forman parte. Es decir, lo hizo por el bien de ambos colectivos. Ni siquiera Rubalcaba, dueño de afinadas cuerdas bucales y diestro en el manejo de sofismas, pudo enderezar la desfeita. Cae Rajoy porque la gente no comprende ni sus silencios ni su jerga de registrador de la propiedad y, por encima, desagradecida, cambia de canal cuando Buruaga trata de vulgarizar la filosofía del prócer. Por eso está pensando -el prócer, no Buruaga- en convertir a Alfonso Alonso en rapsoda de la exitosa epopeya popular.

En realidad, simplificando, la tarea del nuevo portavoz in pectore se reduce a traducir a lenguaje accesible, quizá usando la fórmula de la parábola que tan buenos servicios le prestó a Jesús de Nazaret, dos fenómenos científicos: la teoría del desparrame y la teoría de la mosca. La primera hace referencia a la cuestión económica, pero no debe confundirse con una derrama, esa parte alícuota que los vecinos abonamos para reparar la fachada o cambiar el ascensor, porque en el edificio nacional pagar, lo que se dice pagar, solo pagan los del sótano y los del desván. El desparrame se refiere a la mesa que, en cuanto rebose de viandas, verterá las sobras en cascada sobre lacayos y sirvientes. La cuestión estriba en aguardar pacientemente a que llenen el bandullo los invitados de postín, en la confianza de que necesiten más camareros a su servicio. Nada nuevo: pura economía clásica, a la espera de un intérprete capaz de persuadirnos de que pronto llegarán las migajas.

La teoría de la mosca destaca igualmente por su simplicidad. Se limita a negar que el caldo esté podrido y que las moscas negras que revolotean sobre la olla son pocas e inofensivas. Habrá que aplastarlas, claro, pero el pisto del sistema sigue exhalando el suculento aroma de los mejores tiempos.

¿Podrá persuadirnos Alfonso Alonso de las bondades de ambas teorías? A su favor tiene buena labia y dotes comunicativas. En contra, un vecindario escamado y con cara de cabreo. Y lo que es peor: duro de mollera.