Cataluña devorando a sus hijos

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

07 dic 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

¿Se acuerdan de aquella injusta campaña de boicot contra los productos catalanes impulsada por la derecha más recalcitrante cuando la locura secesionista empezó a asomar en lontananza? Seguro que sí, pues la clamorosa estupidez suele quedarse grabada en nuestra mente.

Pues bien, quien iba a decir que, andando el tiempo, el boicot contra las empresas de Cataluña reaparecería, ahora en la forma insólita de una campaña ¡del nacionalismo catalán! Elena Ribera, diputada de CiU, muy ofendida al parecer por el lema de Navidad de Freixenet (Por los próximos 100 años juntos), escribió hace unos días un tuit demostrativo de que el sectarismo es el mal incurable de los nacionalismos: «Freixenet buscant no perdre quota de mercat brinda per 100 anys junts. Acaba de perdre dos milions de consumidors catalans... potencials».

Se supone, claro está, que esos dos millones de clientes sin los que va a quedarse la gran productora de cava creada en 1914, son los que votaron en el referendo ilegal del 9 de noviembre, nacionalistas a los que se incita a iniciar una intifada comercial contra un empresario, Josep Lluís Bonet, presidente de Freixenet, que en un ambiente dominado por el miedo, ha tenido el coraje de afirmar que «Cataluña es parte esencial de España y debe seguir en esa línea».

Pobre país. Sí, pobre Cataluña, y pobre España en general, donde la política mentecata del españolismo más cerril o el nacionalismo más cateto tira a matar contra una de las instituciones que más contribuyen a engrandecer a las naciones: sus empresas. Alemania es para millones de personas Audi o BMW, como Francia es Renault o Carrefour, Ferrari es Italia, Suecia es Ikea o Zara es España. ¿Qué hay más americano que la Coca-Cola o más británico que The Times? ¿Es posible entender sin La Voz de Galicia al territorio que da nombre a este diario o a Cataluña sin Freixenet y sus célebres burbujas?

Las empresas son un precipitado de inteligencia individual y colectiva, y de esfuerzos personales y de grupo que consiguen poco a poco consolidar una posición en un mercado definido por la dura competencia. Las empresas son la obra histórica de miles de individuos que prestan servicio a cientos de miles o millones de personas dentro o fuera de las fronteras de un país, una obra que con el paso del tiempo llega a identificar a las naciones tanto como sus monumentos, sus artistas o sus héroes.

Por eso, solo en un lugar donde la vida pública ha ido perdiendo calidad a paso de gigante, es concebible que los políticos pongan en el objetivo de sus obsesiones enfermizas a empresas que han contribuido a dar trabajo y riqueza a generaciones enteras y que seguirán haciendo una y otra cosa cuando ya nadie se acuerde de quienes pretenden convertirlas en campos de batalla de su sectarismo y su inanidad ideológica y moral.