El caso del hotel en El Algarrobico, buque insignia de una larga lista de casos igual de sangrantes a lo largo y ancho de nuestra más inmediata geografía, puede servirnos como un buen elemento de análisis que denota algunos de los males que impiden el buen funcionamiento de la democracia española.
Entre ellos, por sólo citar unos pocos, la lentitud de la justicia, acentuada cuando se litiga contra las administraciones públicas, la necesidad de crear un marco jurídico estable y bien delimitado, la debilidad de la gestión del planeamiento urbanístico, pero sobretodo muestra, una vez más, ese cáncer estructural que es la corrupción, que por todos es sabido es de urgentísima extirpación.
Las limitaciones de espacio de este artículo impiden el desarrollo de tan siquiera uno de estos temas, por lo que sólo me limitaré a apuntar, por un lado, el interés de arbitrar medidas que hagan que los verdaderos causantes y responsables de estos casos respondan ante la justicia, siendo ellos personalmente quienes paguen con su patrimonio lo que han hecho en vez de que sean. como ahora, los ciudadanos los que carguemos con las indemnizaciones consecuentes de su mal y poco honesto hacer en ese terreno; y por otro, la necesidad de la ejecución de las sentencias que exigen sus inmediatos derribos, por muy traumáticos y onerosos que puedan resultar en el momento de llevarlos a cabo.
Porque sí estos «buques insignias» del urbanismo del pelotazo y del todo vale quedan impunes, la necesaria y bien valorada acción de herramientas de control como la que realiza la Axencia de Protección Urbanística pueden quedar en simples parches o meras actuaciones para la galería. Logrando que se extienda, todavía más, entre la ciudadanía esta sensación, que tan bien expresó George Orwell en su fábula antitotalitaria Rebelión en la granja, de que «aquí todos somos iguales, pero unos más iguales que otros». Todo eso, evidentemente no es, para nada, ni el espíritu ni la letra de la constitución democrática española.