Docencia a la boloñesa

Fernando Pérez González FIRMA INVITADA

OPINIÓN

11 ago 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Transcurridos cinco cursos desde la implantación de los planes de estudios conformes al proceso de Bolonia, y una vez disipado el apasionamiento inicial, parece un buen momento para hacer balances más objetivos. A priori, los planes de Bolonia se nos vendieron como una revolución integral de la universidad, que iban a permitir crear el Espacio Europeo de Educación Superior, por el que alumnos y titulados podrían transitar libres de las tablas burocráticas que antaño impedían la convalidación de materias y títulos. Pocos imaginábamos que en el caballo de madera se escondían los conquistadores para la (pseudo) pedagogía del último bastión del sistema educativo: la universidad.

Con el pretexto de facilitar la adaptación entre titulaciones homólogas y mejorar la organización docente, se desplegaron con la rapidez de un blitzkrieg los más variopintos instrumentos: la guía de la titulación, la guía docente, las documentaciones de la acreditación, el seguimiento y la verificación, y así hasta un interminable etcétera impregnado de ese pseudolenguaje que Savater calificaba de vanilocuente, sublimado en «prerrequisitos», «competencias transversales», «metodologías de aprendizaje» y «campos disciplinares» mezclados en una densa salsa. Boloñesa. Sin citar a los místicos sería incapaz de explicarles el estado en que se sume uno cuando intenta cumplimentar una guía docente, así que me conformaré con poner un ejemplo: para cada «competencia de materia» es menester indicar si su finalidad es «saber», «saber estar», «saber hacer», o sus trinitarias combinaciones. Lástima que las monedas no tengan tres caras...

Con una simple calculadora y algunos datos disponibles en la red, es fácil estimar el sobrecoste que ha tenido la implantación de los grados de Bolonia. Sobrecoste, porque naturalmente las reformas de planes de estudio de otros tiempos tampoco eran gratuitas. Considerando los aproximadamente 140 grados que se han puesto en marcha en Galicia, dicho sobrecoste asciende a unos 7,3 millones de euros. Esto no incluye másteres, o doctorados, de los que cabe esperar cuantías igual de apabullantes.

Una ventaja del jardín de panfletos docentes que adornan las materias es que permite quebraderos de cabeza como aparentar el cumplimiento de uno de los objetivos de la Declaración de Bolonia: «asegurar la calidad». Ha bastado con crear capas de comisiones, órganos y agencias e control y acreditación en facultades, universidades y autonomías, que se ocupan de comprobar que no haya incoherencias entre los «resultados de aprendizaje de la ficha de la memoria de la titulación» y «las competencias de la materia», «cuidando que se cubran todas las competencias de la titulación que se indican en la ficha» (sic). Nadie se cree que así se pueda medir la calidad, pero todos ven al emperador vestido... Adaptando una analogía de Grahame Lock, Fellow, en la Universidad de Oxford, donde la hiperburocracia también se ha hecho un hueco, es como si los encargados de medir la calidad de un restaurante carecieran de sentido del gusto y, en su defecto, decidiesen verificar que los platos en la relación de precios expuesta no solo coincide con los de los menús, sino con los de una lista que se debe publicar en el BOE. ¿Se imaginan a un Adrià intentando introducir la más mínima variación sobre una receta en esas condiciones?

Hablando de recetas, del afán por ordenar y de Bolonia, hasta la propia salsa se vio salpicada: harta de la incesante polémica sobre la verdadera boloñesa -allí llamada ragú-, la Academia italiana de la Cocina decidió tomar partido y en 1982 registró ante notario la receta «auténtica, lo que solo sirvió para avivar la estéril discusión., Felizmente estéril porque, a fin de cuentas, los italianos no aceptan más dictados culinarios que los de sus mammas.

Fernando Pérez González es catedrático de Teoría de la Señal y las Comunicaciones en la Universidade de Vigo.