La última batallita del abuelo

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

19 jun 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Yo también me siento uno de esos viejos rockeros de la Transición que compartieron la última cena con el rey Juan Carlos. Vale, nunca tuve oído musical ni pretendo compararme con Miguel Ríos: por eso no me invitaron a La Zarzuela. Mi papel en la época gloriosa fue de telonero: uno más de los ciudadanos que el 6 de diciembre de 1978 refrendamos la Constitución. Ya solo quedamos 13,7 millones de supervivientes. Siete de cada diez españoles, esos que ahora lo cuestionan todo -el sistema económico y la selección de Del Bosque-, no estaban allí. Cuatro de cada diez, entre ellos mis hijos, ni siquiera habían nacido. A ellos les endilgo esta batallita de abuelo. La última, lo prometo.

En aquellos tiempos todos nos bajamos los pantalones. El rey designado por el dictador renegó de las leyes fundamentales que había jurado. Suárez colgó en el perchero la camisa azul. Felipe González dio plantón a Pablo Iglesias -al auténtico, el ferrolano- y se volvió accidentalista. Carrillo hablaba obsesivamente de reconciliación por las esquinas. Muchos arriamos la bandera tricolor, aunque no la quemamos: la guardamos en el desván, protegida por bolas de alcanfor, en espera de tiempos propicios para desplegarla de nuevo. Inventamos la figura del republicano juancarlista. Y sellamos el pacto. Y lo cumplimos a rajatabla, a veces a regañadientes, durante 36 años de nuestras vidas.

¿Mereció la pena? Los viejos rockeros sostenemos que sí, que aquellas renuncias abrieron un largo período de concordia y libertad, que se corrompió y pudrió en los últimos lustros. Pero ese debate se me antoja estéril. Nuestro tiempo, el rememorado en la nostálgica cena de confraternización, ha pasado. La Constitución se deshilacha por vieja y por ultrajada. Los años no perdonan y muchos de sus preceptos han sido reiteradamente incumplidos o mancillados. Su artículo 135 arrastra las secuelas de la violación a que fue sometida, con la complicidad de Zapatero y Rajoy, por el neoliberalismo militante. Nuevas demandas ciudadanas y viejos problemas irresolutos no encuentran encaje en un texto que nació antes del teléfono móvil o de Internet y que no logró hilvanar la bastilla de la estructura territorial del Estado ni zanjar la disyuntiva monarquía-república. Ahora necesita algo más que un zurcido: una reconstitución.

El pacto constitucional ha caducado. Su vigencia ha concluido. Los viejos rockeros que se empeñan en insuflarle vida en la persona del príncipe heredero -Felipe González o Rubalcaba, Aznar o Mariano Rajoy- pertenecen a otra época. Los comunistas ya no están en el pacto, los nacionalistas tampoco, los relevistas del PSOE no llegaron a suscribirlo -Eduardo Madina tenía dos años; Pedro Sánchez, seis- y el rey, con su abdicación aún no suficientemente explicada, le puso el epitafio. RIP. Se abre un tiempo nuevo.

«Habla pueblo habla», cantaba Jarcha en vísperas del referendo para la reforma política. ¿Tanto hemos reculado que hoy, en un momento tildado de histórico, hurtamos la palabra al pueblo? ¿Tanto nos aterra la voz de nuestros hijos y el juicio que puedan emitir sobre nuestros enjuagues del pasado?