Ni deseo ni le temo a la gran coalición

OPINIÓN

15 may 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

La normalidad democrática solo se consigue si hay alternancia en el poder, y si podemos escoger entre partidos o coaliciones coherentes que, teniendo posibilidades de gobernar, mantienen criterios diferentes sobre la sociedad y sus principales problemas. Robert A. Dahl, el gran teórico de la democracia recientemente fallecido, lo resumía así: «El Gobierno democrático se caracteriza fundamentalmente por su continua aptitud para responder a las preferencias de sus ciudadanos, sin establecer diferencias entre ellos».

Partiendo de esta visión tan práctica y sencilla, no solo es evidente que la idea de una gran coalición debe ser una excepción democrática, sino que también hay que revisar la fiebre social de consensos que, en aras de una cierta pacificación de la política y de una idílica disminución de la confrontación y los debates, quiere obligar a los grandes partidos a pactar todos los asuntos del Estado. La lógica de la democracia es el contraste de pareceres, y cada vez que nos vemos obligados a rebajar este contraste, cualquier que sea la razón para hacerlo, entramos en una situación anómala.

Claro que la gran coalición -el pacto de poder entre los partidos que representan una alternativa- no es la peor situación de la democracia, ni la que más destruye la esencial confrontación de pareceres. Porque lo que verdaderamente pone en peligro la democracia es el desgobierno, la imposibilidad de alumbrar coaliciones coherentes que sean capaces de asumir y ejercer el poder, o la formación de coaliciones incoherentes que supongan un peligro para la estabilidad de la sociedad y la democracia. Y esta situación suele producirse por lo contrario de la gran coalición: una fragmentación excesiva del arco parlamentario que obliga a las mayorías a aceptar y favorecer las imposiciones no sistémicas de las minorías.

¿Y que sería una imposición no sistémica de una minoría? Pues, por ejemplo, que un Gobierno del PP se viese condicionado a gobernar con CiU y aceptar irresponsablemente las dinámicas disgregadoras de Artur Mas. O que el PSOE, otro ejemplo, se viese forzado a hacer políticas antieuropeas y a jugarse el ajuste fiscal -tan trabajosamente conseguido-, para poder gobernar con Cayo Lara.

Por eso es importante poner negro sobre blanco la gran coalición que Felipe González metió en la agenda electoral. Porque, aunque no sea el horizonte ideal ni deseable de la democracia, nadie debe tener duda de que si la gobernabilidad o el sistema entran en grave crisis, habrá una gran coalición que los restaure. Otra cosa sería traicionar a la inmensa mayoría del electorado que permanece fiel al sistema, y poner al país bajo la amenaza del caos político y económico. Por eso tiene más razón González que Rubalcaba, aunque lo haya dicho, en perspectiva electoral, en el momento más inoportuno.