Nada hay más difícil que desmontar las falsas evidencias, sobre todo cuando llegan a adquirir la fuerza, casi indestructible, de un prejuicio popular. Una de ellas, y no de las menos peligrosas, es la que afirma que todo lo que el pueblo (el de una ciudad, región o Estado) decide por mayoría debe ser asumido sin rechistar, de modo que quienes se niegan a hacerlo violan de modo flagrante un principio democrático (supuestamente) elemental.
Si ello fuera aceptado en los términos en que acabo de expresarlo -que son los que emplean los defensores de eso que ha dado en llamarse el derecho a decidir del pueblo catalán-, podrían suceder cualquiera de las cosas que, a mero título de ejemplo, enumeraré a continuación: que -por su cuenta y riesgo, y al margen por completo de lo que fijan las normas que en cada caso fueran aplicables- una corporación local optase por someter al voto de los vecinos la expulsión de los inmigrantes de su respectivo territorio, un Parlamento autonómico organizase una consulta para votar sobre la prohibición del aborto en su región o las Cortes decidiesen convocar un referendo para que los españoles se pronunciasen sobre la supresión de la libertad de prensa e imprenta.
Los ejemplos, claro, podrían multiplicarse ad infinitum, pero ello no dejaría más claro lo que deseo argumentar: que, en democracia, pueden el pueblo y sus representantes decidir lo que está dentro de su esfera de poder, y nada más. Y que la pretensión de que el pueblo decida sobre aquello que sobrepasa tal esfera, porque las leyes lo prohíben, lejos de ser una forma de ejercer la democracia es todo lo contrario: el primer paso para su completa destrucción.
Hay quien insiste una y otra vez en que lo que llaman el problema catalán no puede reducirse a una cuestión de legalidad (o de constitucionalidad), pues el fondo del asunto reside en un conflicto político de gran envergadura. Ante tal forma de razonar solo cabe una respuesta: que ese problema político, sea el que fuere, solo puede abordarse una vez que ha quedado claro que lo que unos piden y los otros están dispuestos a aceptar cabe dentro de la Constitución y de las leyes o, en su caso, de las reformas que de la una o de las otras están dispuestos a impulsar quienes tiene la capacidad para aprobarlas.
Lo que resulta sencillamente inadmisible es pretender que la democracia consiste en que se acepte sin más lo que decide el Parlamento catalán, por mayoría, en contra del orden jurídico vigente; y se rechace lo que decide el Congreso, por una mayoría aún mayor, de acuerdo con la Constitución y con la ley.
Yo ya sé que a algunos les resulta difícil de entender, pero la única alternativa a una democracia respetuosa con las leyes es el caos, ese que ha precedido siempre a todos los desastres políticos modernos.