Hace dos años, con Rajoy victorioso en las elecciones de España (20-11-2011), y con Hollande a punto de ganar las presidenciales francesas (06-05-2012), toda la progresía española, encabezada por Rubalcaba, se puso a hacer comparaciones entre uno y otro personaje. Y su conclusión básica era que, mientras Hollande emergía como un líder alternativo a Merkel y a las políticas neoliberales, Rajoy tenía todas las trazas de ser el gran pelele de la UE, cuyos complejos lo convertían en el dócil grumete de Alemania, en un fiel servidor de la banca y del capitalismo pirata, y en la avanzada privatizadora del Estado de bienestar. Y tan unánime fue este diagnóstico entre la izquierda ibérica -España y Portugal- que acabó funcionando como un dogma estratégico incontestable.
El PSOE, que entonces sangraba por todas las heridas, llegó a creer que Hollande venía a rescatar de su postración a toda la izquierda europea, a cambiar radicalmente las políticas de Bruselas, a marcar la inflexión en el crecimiento del PP, y a convencer a todos los españoles -¡por parvos e indocumentados!- de que habíamos votado como paletos, a años luz del ilustrado y maduro pueblo francés.
Por aquellos días escribí varios artículos advirtiendo de que Hollande se iba a estrellar con todo su equipo. Y no por creer que era un político de segundo nivel -que entonces no lo creía-, sino porque había montado un programa basado en la lógica de la indignación, muy alejado del contexto, repleto de demagogia, e incapaz de confrontarse con la rigurosa opción alemana y con la seriedad del Banco Central Europeo.
Pero esta vez mi profecía no se cumplió del todo. Porque, si bien es cierto que la política de Hollande constituyó un desastre sin paliativos, tal y como yo creía, no logré adelantar que iba a actuar como un pobre hombre, desorientado y pusilánime, capaz de favorecer a la extrema derecha hasta límites increíbles, y de convertir a Francia en la gran preocupación del renacer europeo. Y por eso es evidente que su peligrosa encrucijada actual no viene determinada por las «dolorosas» situaciones sentimentales por las que está pasando, sino por el hecho de que, además de haberse equivocado de medio a medio en sus planes económicos y en su proyección europea, también resultó ser un bluf político y personal que nadie se había atrevido a pronosticar.
Y ahí los tienen ahora en su inevitable comparación. A Rajoy convertido en el niño aplicado, al que todos los profesores le dan palmaditas en la espalda y todos ponen de repelente ejemplo de buen comportamiento, y a los franceses buscando repuestos desesperados, mientras el PSF entra en una dinámica de crisis en la que Rubalcaba ya no será aprendiz, sino maestro. Y eso sucede porque en política siempre resulta mejor la disciplina que la genialidad. Aunque parezca mentira.