El juez James Lynch pasó a la historia por su integridad exagerada. Dicen que era un hombre sin tacha, aunque lo acusaban de tener una frialdad excesiva. En contraste con su extrema rectitud, su hijo le salió un pelín juerguista. Así que una noche de copas se cargó a un colega por una cuestión de celos. Los hechos ocurrieron en 1493 en la ciudad irlandesa de Galway, que aún conserva el Arco de los Españoles, por los barcos que llegaban a este puerto con sus mercancías. El magistrado, lejos de escurrir el bulto, tapar el homicidio que cometió su vástago (cosa que por nuestras tierras sería lo más obvio y se vería como lo más normal), darle una salida airosa al chaval o buscar un cabeza de turco, se encargó él mismo de presidir el juicio. Al final de la vista, oídos unos y otros, y ante la sala llena de público, sin titubeos dejó caer implacable el mazo de la Justicia y dictó sentencia: condena de muerte. Su decisión cayó como una descarga eléctrica ante la audiencia atónita. Ni siquiera los gritos de horror y de súplica de su esposa le hicieron cambiar de opinión. Emocionado, el gentío se amotinó y destruyó el patíbulo para evitar la ejecución. Ante la negativa de los verdugos a cumplir el fallo judicial fue el juez el que con sus manos ahorcó a su propio hijo.
Aún hoy, la catedral de San Nicolás de Galway conserva en un lugar destacado la tumba de James Lynch. No es difícil adivinar lo que el incorruptible juez irlandés haría con tanto imputado como hay en suelo hispano por hacer correr hacia su molino el agua de los intereses públicos de este país. Si Lynch resucitase y se diese una vuelta por la Audiencia, más de uno se echaría a temblar.