González, Quique

CÉSAR CASAL GONZÁLEZ, cesar.casal@lavoz.es

OPINIÓN

07 abr 2007 . Actualizado a las 07:00 h.

QUIQUE González es un tipo normal que canta. Su música es de este mundo. Habla de las cosas que nos pasan a todos. Tiene una canción, Cuando éramos reyes, sobre los amigos, las chicas, la juventud, que levanta a un muerto. Este pájaro mojado es uno de los nombres corrientes del pop rock español. Acaba de estar nominado a los premios de la música y no ganó. A veces, perder es ganar. Es un nombre corriente y un artista extraordinario. Es es el pulso de una música que llega. Extravagancias las justas. Con él nunca llega la sangre al río. Demostró en el 98 con su primer trabajo que tenía algo Personal que decirnos en la caracola del oído. Escuchas una canción de Quique González y es como si un amigo te contase una historia sin más sobresaltos que los arañazos de las guitarras, al tiempo que te llena de arena los bolsillos. Quique González es una playa vacía, un invierno con sol. Hay neón en sus discos, como el neón imponente de La noche americana, otra faena perfecta de este chico que se coló en el juke box de nuestras vidas por la esponja del corazón. Hay demasiada información, canta, demasiadas horas de vuelo a Caracas, demasiadas canciones de Britney Spears, por eso conviene saber que en los discos y en los conciertos de Quique González se recupera un poco la esencia de la música, muy lejos de la fama de plástico. «Te conocí en Conil de la Frontera, nunca es primavera donde tú creciste. Sigues teniendo carita de pena», escribe González. En su último trabajo ajustó cuentas, junto a Drexler, a Bunbury y a Iván Ferreiro, el gallego brujo de Las siete y media, y en la gira, las desajustó. Esperemos su vuelta, como se espera al amigo que nunca defrauda, con unas cervezas al fresco de la nevera. No es Antonio Vega, pero sabe también poner a arder las estrellas.