Ebrios al volante

| RAMÓN IRIGOYEN |

OPINIÓN

05 ene 2007 . Actualizado a las 06:00 h.

ENTRE el 11 y el 24 de diciembre, la Dirección General de Tráfico ha realizado una campaña de control de alcoholemia. Los datos revelan que 3.256 conductores iban ebrios. Esta altísima cifra de aspirantes a homicidas supone una media diaria de 235 genios que superan la tasa de alcohol permitida. En el 2005 fueron sancionados 84.000 conductores por conducir con una, dos o quince copas de más. Y, por tanto, la cifra de media diaria es similar a la de estas Navidades. Obviamente, estamos hablando de conductores sancionados por la Guardia Civil de Tráfico. ¿Cuántos que no son sometidos a la prueba de alcoholemia conducen también ebrios? Si supiéramos qué porcentaje de ellos son sometidos a la prueba de alcoholemia podríamos calcular cuántos terroristas van al volante con riesgo para la vida de los demás. Hay un punto en común entre terroristas y conductores: ambos manejan bombas. Es comprensible que el coche, que es un signo de estatus económico, goce de todas las bulas en nuestra sociedad. Los fabricantes de coches bien se cuidan de advertirle al cliente en su publicidad que le están vendiendo una bomba. De hecho, ¿sabemos cuántos atropellos, aparentemente accidentales, encubren auténticos asesinatos? En nuestra sociedad, matar a alguien con el coche es casi un servicio a la patria. Es verdad que al conductor homicida el Estado no le cuelga ninguna medalla. Pero basta con ver las sentencias judiciales relativas a atropellos con víctimas mortales -e incluso en los casos en los que se fuga el homicida- para poder concluir que matar al volante es una magnífica ganga. Se comprende que en nuestra cultura se ame desaforadamente el alcohol: es nuestra droga legal por excelencia. El alcohol, en dosis justas y en el momento adecuado, es incluso recomendable. Pero hay gente que no tiene aún claro que beber antes de conducir es un grave delito contra sí mismo y contra los demás. A las dos de la madrugada del 1 de enero, tuve el extraño honor de ver a un terrorista derrapando en un túnel -probablemente, por exceso de alcohol- a unos 300 metros de la madrileña plaza de Castilla.