El que resiste, gana

La Voz

OPINIÓN

Cela llevaba varios años siendo finalista del Príncipe de Asturias de las Letras cuando, en 1987, el jurado le concedió el premio por la «calidad literaria de su abundante y universalmente conocida obra». Meses después, en el momento de recoger el galardón, contribuyó a su anecdotario particular pronunciando la frase que se convertiría en el lema de su marquesado.

27 mar 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

Dirigiéndose al príncipe Felipe, le espetó: «En España, yo os lo digo, alteza; el que resiste, gana». Habían transcurrido algunos meses desde aquel 27 de marzo, tal día como hoy del año 87, en el que un jurado presidido por Rafael Lapesa le concedió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Camilo José Cela hablaba en nombre de todos los galardonados y el lema que encabeza esta efemérides fue creciendo con fortuna en el anecdotario de frases célebres y recurrentes. Fue algo así como el pistoletazo de salida para una desenfrenada carrera por acumular trofeos, premios y galardones literarios y metaliterarios. Dos años más tarde llegaría el Nobel, para el que estaba largamente preparado. La más alta cima de las letras, la recompensa sueca y universal era su sueño profético, el momento más aguardado que, al fin, se convirtió en realidad. E inexplicablemente se presentó, por ese afán de acaparamiento y coleccionismo, y un espíritu de ávida dollar que gustaba fomentar, al Premio Planeta y lo ganó con una polémica y muy coruñesa obra menor, La cruz de San Andrés, que sus detractores acusaban de estar escrita a cuatro o más manos. Un año más tarde, C.J.C. se hace merecedor del Premio Cervantes, lo que parecía una consecuencia lógica para todo un Nobel, aunque el orden de los factores altere a todas luces el producto. Y hay quien asegura que su recompensa más querida habría de llegarle al año siguiente, cuando los Reyes le otorgaron el marquesado de Iria Flavia. Quien resiste, gana; es bien cierto. Un lustro a galardón por año, una vejez galardonada que el autor del Pascual Duarte, aquel muchacho tísico que en su convalecencia de la Sierra de Guadarrama leyó a Ortega y a los clásicos españoles editados por Rivadeneyra, que combatió en el bando franquista y fue herido en el frente, el gigante tímido capaz de las mayores boutades y los más insólitos despropósitos, vio cumplidos todos sus deseos de un reconocimiento social que trascendía a lo meramente literario. C.J.C. escribió su testamento gallego, publicado tres años antes de su muerte: Madera de boj, obra maestra escasamente valorada, cuando ya el autor de Padrón, enredado en divertimentos mediáticos, no gozaba del favor de críticos y lectores. En el año 83 había dado a la imprenta otra de sus obras mayores y había saldado la deuda pendiente que tenía contraída con Galicia: Mazurca para dos muertos es toda una lección de buen hacer literario, una de las novelas escritas en español más importantes del pasado siglo. El 17 de enero del 2002, con ochenta y cinco cumplidos, casado en segundas nupcias con Marina Castaño, su gran amor de senectud, murió en Madrid. C.J.C. Descansa por toda la eternidad en Iria Flavia, bajo una losa y un árbol petrucio. Sus libros, en este país de amnesias y olvidos, no son reeditados, y cuatro años después se diluye en la desmemoria. Pero tal día como hoy, en la ciudad de Oviedo, un jurado compuesto por dieciséis notables del mundo de la cultura y del periodismo español decidió concederle el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Aseguró en vida que el que resiste, acaba ganando.