Crimen y castigo

| ROBERTO L. BLANCO VALDÉS |

OPINIÓN

20 sep 2003 . Actualizado a las 07:00 h.

LO DICE Vito Corleone-Marlon Brando en un momento emocionante de la primera parte de El Padrino : «Si algo demuestra la historia de la humanidad es que cualquiera puede ser asesinado». Y es que para matar sólo hace falta un asesino y una víctima. Nada más: por ejemplo, dos adolescentes, como Rocío Wanninkhof o Sonia Carabantes, que vuelven o salen soliñas de sus casas; y un criminal dispuesto a asesinarlas porque sí: porque le disgustan o le gustan; porque pasaban por allí; porque matarlas puede resultarle más fácil que resistir la tentación de acabar brutalmente con sus vidas. Sí, asesinar a dos chiquillas indefensas es tan sencillo como complejo suele resultar perseguir, detener, juzgar y condenar a quien les ha quitado su mejor oportunidad en este mundo: la de vivir. La única que nos iguala a casi todos. Pues mientras el asesino no tiene otra limitación que su crueldad (y su pulsión, más o menos acuciante, de buscar la impunidad para su crimen), sus perseguidores (policías, jueces y fiscales) están constreñidos por una espesa red de normas y principios, que constituyen la prueba más irrefutable de la superioridad ética y moral del Estado de derecho sobre cualquier otra forma de organizarse en sociedad. La presunción de inocencia, el derecho a la defensa, el habeas corpus , la limitación de la detención preventiva o de la prisión provisional, la invalidez legal de las pruebas ilegalmente obtenidas, la publicidad del proceso o el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley constituyen, una tras otra, limitaciones objetivas para una expeditiva acción de la justicia, previstas todas con la finalidad de que aquélla se le haga no sólo a quienes sufren los delitos sino también a los mismos delincuentes: porque una justicia realizada en otras condiciones se acercaría más a la venganza que a la auténtica justicia. Es cierto que todo ello puede resultar exasperante por momentos, pero no hay otra forma civilizada de enfrentarse a la amenaza constante que supone el crimen para nuestra libertad. Y así, la lentitud y escrupulosidad de la acción policial y judicial, efectiva casi siempre a medio y largo plazo, pero desesperantemente lenta en ocasiones para quienes sufren más directamente la acción del criminal, e incluso para quienes -la inmensa mayoría- nos solidarizamos con su dolor y con su angustia, contrasta con la salvaje y fría rapidez del asesino. «Maté sin más ni más, maté para mí mismo, para mí solo», le hace decir Fiodor Dostoyevski al criminal Raskolnikov en Crimen y castigo . Esa ha sido y será siempre la sucia ventaja del que mata sobre quien de pronto se encuentra, sin esperarlo, con la muerte.