Pegados al sillón

| MARÍA XOSÉ PORTEIRO |

OPINIÓN

16 nov 2002 . Actualizado a las 06:00 h.

UN SÍ sin matices a la cuestión de la incompatibilidad de la vida laboral o profesional con la política no deja de ser una respuesta simple para un problema complejo. Es evidente que gobernar requiere de todo el tiempo, transparencia y energía posibles, pero la dedicación de un parlamentario o un concejal de a pie no justifica que tenga que abandonar su trabajo durante el período de su vida que vaya a participar en la vida política. El alejamiento de cualquier tentación de beneficio personal o para su entorno, está cubierto por la regulación del tráfico de influencias y por el régimen de incompatibilidades que ya contempla la legislación actual. Todo lo demás es producto de la desconfianza generalizada ante lo que se ve como un privilegio: cobrar por tener una representación institucional, estar en ámbitos de poder y de influencia, salir en los medios de comunicación y, en definitiva, pertenecer a un club con muy pocos miembros y del que únicamente se suele conocer la parte positiva. La verdad es que sólo los funcionarios encuentran facilidades para aparcar su trabajo unos años y dedicarse en exclusiva a un cargo público porque la ley les garantiza el retorno sin pérdida de derechos económicos y laborales. Los demás, o son ricos o lo tienen imposible, porque ni como profesionales liberales, ni como empresarios, ni como asalariados por cuenta propia o ajena, tendrán posibilidades de reencontrarse con su medio de vida habitual el día que decidan poner fin a su actividad política si previamente han tenido que abandonarlo durante varios años. Con este panorama no es de extrañar el fatal efecto imán que ejercen los sillones de las corporaciones municipales y de los parlamentos sobre los traseros de sus señorías.