EL BICENTENARIO DE VICTOR HUGO

La Voz

OPINIÓN

CÉSAR ANTONIO MOLINA

25 ene 2002 . Actualizado a las 06:00 h.

El bicentenario de Victor Hugo, que Francia comienza a celebrar este año por todo lo alto, me coge en Normandía. A pesar de que en Villequier, un pequeño y precioso pueblo a las orillas del Sena, muy cerca de su desembocadura, hay un museo de Victor Hugo, lo cierto es que esa alta casona de dos pisos, con jardín sobre las corrientes aguas, no sólo no perteneció al autor de Las contemplaciones sino que ni siquiera vivió en ella. Sin embargo jugó un papel muy importante en su vida, pues fue el efímero domicilio de Léopoldine, su hija muy querida. Cuando aún no tenía veinte años, en 1843, la primogénita se casó con Charles Vacquerie, un joven adinerado con inquietudes literarias. En una foto realizada en Hauteville House aparece junto a todo el clan familiar: los padres Victor y Adèle, los hijos Charles y François-Victor, y las hijas Léopoldine y Adèle, todos ellos sumidos en historias trágicas. La antigua casona pertenecía a los Vacquerie, una rica familia de armadores de El Havre. Tiene amplias estancias luminosas y representa muy bien lo que era una casa de la acomodada burguesía francesa de provincias a mediados del siglo XIX. Hay objetos, cartas, pinturas que el padre le envió a la hija, pero nada comparable con lo que puede verse en los Vosgos o en Hauteville House. A pocos meses de celebrarse los esponsales, en septiembre, la pareja salió a navegar por los meandros del río cuando, de pronto, la barca zozobró. Léopoldine desapareció rápidamente. Charles la buscó sin resultado. Él pudo salvarse pero, sumido en la desesperación, se dejó arrastrar por la corriente. Fue entre Caudebec-en-Caux y Villequier. Hugo estaba de viaje por el norte de España en compañía de su amante oficial Juliette Drouet. Todos los veranos a partir del año 1833, el escritor hace un viaje con Juliette. Léopoldine es su principal corresponsal. En una de esas misivas (estaba entonces por el norte de Francia y Bélgica) manifiesta su afecto con estas palabras que, por otra parte, serán premonitorias: «Y luego, ángel mío, escribí tu nombre en la arena, Didi. Cuando esta noche suba la marea, lo borrará. Pero lo que nada podrá borrar nunca es el cariño que te tiene tu padre». Conmocionado por la noticia, escribió en su Diario: «Y cuando llegue, pondré sobre tu tumba/ Un ramillete verde y de brezos en flor». Esto mismo hago yo ahora encima de la lápida pétrea, picuda, cortada en dos, que recuerda tan triste suceso. Está solitaria, en el campo, a la orilla del río. En la parte superior pone: «En souvenir de/ Léopoldine Hugo/ et de son mari/ Charles Vacquerie/ noyés en Seine/ ici/ le 4 septembre 1843». En la parte inferior figura el siguiente epitafio que se fecha en Villequier el 4 de septiembre de 1847: «Il faut que lïherbe pousse/ et que les enfants meurent/ je le sais ó mon dieu!». No muy lejos de aquí una estatua del padre otea el paisaje edénico que nada tiene de trágico. En la Maison de Victor Hugo en París hay un retrato, Léopoldine con libro de horas, realizado en 1835. La muchacha nos mira de lado. Sus ojos son límpidos e ingenuos; la gran manga blanca de su blusa, que resalta sobre el fondo negro, subraya la virginidad. Villequier tiene una iglesia remozada del siglo XVI con bellos vitrales que muestran una batalla naval. A su derecha, en el pequeño pero evocador cementerio están las tumbas de la familia Hugo. En una, Léopoldine y su marido y, muy cerca de ellos, la de su madre, Adèle, que debió de sufrir lo indecible por las infidelidades públicas de su esposo. Murió en 1868, casi veinte años antes que su cónyuge y Juliette. (Continuará)