DRAGÓ Y LA PALABRA PERDIDA

La Voz

OPINIÓN

ALFONSO DE LA VEGA

02 dic 2001 . Actualizado a las 06:00 h.

El último libro de Fernando Sánchez Dragó, Carta de Jesús al Papa, plantea el siempre interesante problema de la veracidad e historicidad del cristianismo en general y de la iglesia de Roma en particular. Un antiguo estudioso de estos temas no va a encontrar muchos datos nuevos, sin embargo, incluso así agradecerá que se ofrezcan en un amplio y erudito resumen que puede ahorrar mucho tiempo al investigador, al agrupar en un solo libro diversos planteamientos desde ópticas también distintas. En especial, se estudian muchas de las fuentes de donde se habría inspirado el que considera verdadero autor del cristianismo, el ciudadano romano Saulo de Tarso. Tesis paulista, ya bien conocida, en la que se basa gran parte de la crítica moderna y que entre nosotros ya apuntaron otros autores como Roso de Luna o Puente Ojea. La historia de la supervivencia de Jesús y su enterramiento tras su muerte de viejo en Cachemira la contaban los guías a los viajeros que quisieran escucharla junto a su supuesta tumba, durante su visita a esa hoy tan disputada tierra. A juicio de este comentarista, quizás lo más sugestivo del libro sea el apasionamiento con que está escrito. No sólo hay razones, hay también sentimientos íntimos derivados de que Sánchez Dragó no critica la veracidad e historicidad del catolicismo desde planteamientos materialistas o ateos, sino, por el contrario, desde las bases, mucho peor conocidas en España por razones obvias, de la tradición esotérica e iniciática universal, es decir desde el espiritualismo de carácter sincrético y universalista, deducido de la historia comparada de religiones, que, en el atanor de la propia conciencia, trata de obtener experimentalmente el oro espiritual de la mística a partir del plomo material de las diferentes ortodoxias. Proceso de alquimia espiritual en el que nos confiesa el autor ser operador práctico y no solamente teórico. Un libro, pues, cuya lectura debe aconsejarse, de modo que cada lector se responda a sí mismo si el Jesús firmante de esta epístola resulta ser un heterónimo de Fernando, o más bien es al revés, (o ninguna de las dos cosas). Es decir, si resulta psicológicamente verdadera la frase del comienzo: «Cada vez que la virtud del mundo mengua, yo me manifiesto».