JOSÉ LUIS QUINTELA
18 nov 2000 . Actualizado a las 06:00 h.El mundo acoge otra vez una de esas citas poco aireadas, de las que los ciudadanos casi no hablan, pero que condicionará la calidad de vida personal y colectiva a corto, medio y largo plazo. En la Cumbre de La Haya, heredera de Kioto y Río, se aspira a solucionar el brutal deterioro medioambiental en que hemos sumido al Planeta Tierra. Todo ello en el inoperante marco, una vez más, de Naciones Unidas, con buenas intenciones, pero sin poder ejecutivo para verificar el cumplimiento de los protocolos y denunciar los abusos. Los acuerdos tomados en Kioto para que los países industrializados disminuyan las emisiones de gases con efecto invernadero llevan ahora a la pregunta obvia del cómo. Y lo que ya no resultará tan fácil es la respuesta. En un mundo fracturado, en el que el veinte por ciento de las personas poseen (naturalmente, sin que nadie lo cuestione) el ochenta por ciento de los recursos, y el ochenta por ciento de las personas malviven (y a veces mueren) con la exigua cantidad restante, la aprobación de norma común es muy difícil, y a veces se recrea en la injusticia. ¿Cómo ponernos todos de acuerdo, con nuestras grandes diferencias, en que sólo se permitan ahora costosísimas tecnologías limpias, cuando la base de todo el desarrollo económico de los países industrializados ha estado ¡y sigue estando! en verter miles de millones de toneladas de porquería en los mares y cielos comunes? ¿Cómo sentarse a una mesa con el vecino empobrecido si no hemos hecho los deberes de la Cumbre de Río ni hemos dado prueba de nuestra voluntad de hacerlos? ¿Vetaremos tecnologías antiguas, peligrosas y contaminantes que nosotros hemos vendido a los países menos desarrollados? ¿Veremos el problema también como propio y contribuimos a pagar la factura? Los que aspiren a administrar la cosa pública han de saber cambiar la política de consumo y de generación de residuos a corto-medio plazo, concentrándose en solucionar los problemas estructurales de todos sin tratar de perpetuar una interesadísima óptica socioeconómica nacional, con privilegios para pocos y pobreza para los más. La Naturaleza ha empezado a hablar: ella no entiende de fronteras, y nos trata a todos igual. No puede ser la economía de cada cual un pretexto para seguir hundiéndonos en la basura global. Porque, si nos hundimos, nos hundimos todos. Y ya ha empezado el primer acto.