A mediados del siglo pasado la aldea de Azúmara fue una zona industrial gracias a la minería. Germán Huerta, uno de los mineros, recuerda cómo era el trabajo en las galerías y los hornos y deja en el aire el destino final del material. «Seica ía para a guerra»

LORENA GARCÍA CALVO
lorena.garcia@lavoz.es

A los pies de una gran loma, en la parroquia de Azúmara, se esconde entre la maleza la entrada a la mina de arsénico que durante las décadas centrales del siglo XX repobló y dio riqueza al concello de Castro de Rei. El lugar, conocido como monte de Toxeiros, tiene un largo historial metalúrgico. Hay quien dice que en época romana de allí se extraían plata y oro, y en el siglo XIX de sus entrañas salía cobre.

Todavía se conservan documentos de 1842 en los que se narran las vicisitudes de un hombre llamado José Antonio Díaz para lograr la explotación de «tres filones distintos» de la que bautizó como mina La Constancia. No está claro qué sucedió con el proyecto del señor Díaz ni qué camino siguió la mina en las primeras décadas del siglo XX, pero sí permanece en la memoria colectiva cómo, allá por los años 40, la mina volvió a explotarse, pero esa vez para extraer arsénico. El negocio, regentado por un hombre al que conocían por don Manuel, estaría operativo algo más de una década. A principios de los 50, cuando ya no era rentable, dejó de funcionar tras haber dado aliento económico a Castro de Rei. Fue su particular Plan Marshall.

Sobre la mina de Azúmara sobrevuelan historia y leyendas, y quizás la más misteriosa es el destino final de los barriles de arsénico que allí se producían. Durante años se barruntó que el polvo letal podría enviarse a la Alemania nazi para ser utilizado en campos de concentración. Esa es la explicación más efectista, pero también hay quien asegura que simplemente se transportaba primero a Asturias y más tarde a Vigo para la fabricación de biocidas. Ni siquiera Germán Huerta, uno de los muchos mineros que trabajaron en las galerías del monte de Toxeiros tiene una respuesta clara. «Ía para a guerra», recuerda a sus 91 años, «dicían que no 44 e por aí que se mandaba para a guerra, non sei para que o usaban, quizais para facer algunha cousa química. E despois destinárono para o arseniato mesturándo moi pouco arsénico con cal e talco».

Con leyendas o sin ellas, la mina de Azúmara fue un nicho de riqueza alrededor del que se generó toda una industria. Trabajadores de A Pontenova y de parroquias próximas pusieron rumbo a las galerías subterráneas en busca de un salario que podía rondas las 12 pesetas y 10 céntimos por jornada. Algunos vivían en Castro de Rei y otros en barracones. Se montó una sierra para fabricar postes para sustentar el interior de la mina, se ideó una presa de la que obtener energía y se construyó toda una infraestructura en la que se emplearon decenas de hombres en un momento en el que la riqueza y el trabajo no abundaban. Hasta 400 personas llegaron a trabajar en las galerías, se dice.

El interior de la mina

Un camino dominado por la maleza y salpicado de travesaños que acompañaban a los raíles por los que salían las vagonetas marca todavía hoy el camino hacia la entrada de la mina. El acceso conserva la forma de arco y mide poco más de metro y medio de alto. Hoy está anegado y bajo la cristalina superficie del agua se observa un limo amarronado. Como banda sonora, el caer constante de las gotas de agua, reforzado por el eco.

El pasadizo, a estas alturas medio caído e impracticable, medía unos 100 metros y se bifurcaba en otras dos galerías que a su vez se dividían en más tramos. La galería principal, según recoge un panel informativo próximo, rozaba el metro noventa de altura y el 1,40 de ancho, y siempre era más estrecha arriba que abajo.

Para evitar que la estructura se viniese abajo, se posteaba con madera de pino que se preparaba a un puñado de metros. Era una garantía de seguridad y lo que permitía seguir horadando tierra adentro para extraer el arsénico. En los primeros años, el largo túnel se iluminaba con candiles. En los últimos, una precaria instalación eléctrica servía para que los mineros viesen por dónde iban, aunque esto entrañaba riesgos. Recuerda Germán Huerta el caso de un compañero que, con muy mala fortuna, perdió la vida al electrocutarse. En medio de la humedad reinante su pala tocó uno de los débiles cables y se electrocutó. Esa energía eléctrica que se introdujo en la mina, y que llegaba desde Lugo, fue la que facilitó que la luz se expandiese a Castro de Rei, donde hasta entonces el carburo y el gas eran la referencia.

Aquel hombre no fue el único que pereció en las entrañas de la mina de Azúmara. A los pies de la ladera, un monolito recuerda a José Barja Alonso, «morto en accidente laboral nesta mina de arsénico o día 7 de febreiro de 1946».

Poco después, a principios de los años 50, la mina dejó de funcionar. Primero se abandonó la extracción y más tarde se desmontó la sierra que le había dado servicio durante años. Se supone que fue por una caída de la demanda, pero tampoco está claro el motivo que condujo al adiós de la explotación minera que durante años dio riqueza a Castro de Rei.

Germán Huerta, de 91 años, trabajó en la mina
Germán Huerta, de 91 años, trabajó en la mina OSCAR CELA

Gernán Huerta, minero: «O de forneiro era o traballo máis 'fastidiado', por iso gañaban máis»

Germán Huerta nació en Castro de Rei en 1930 y con 18 años, como muchos otros, comenzó a trabajar en la mina de arsénico de Azúmara. Hoy, con 91 y una vitalidad y una memoria privilegiadas, recuerda aquellos tiempos con cariño. «Naquela mina chegou a traballar moita xente; cando pecharon as minas da Pontenova viñeron moitos homes para aquí, fixéronlles uns barracóns e moitos vivían no monte. Traballaban xente de Torneiros, Coto Real, Azúmara, Ramil, Travesas. Algún día había máis de cen persoas traballando».

Durante sus años en Azúmara, Germán desempeñó varias tareas. «Primeiro traballei barrenando. Metiamos cinco tiros cunha barrena e unha maceta, era a golpe de martelo; logo xa viñeron os compresores e barrenabamos con eles. Logo o material cargábase nas vagonetas pola vía, a pulso, para fóra».

El trabajo era repetitivo. «O filón non era vertical, era en diagonal, e iamos levando uns tajos sacando mineral e posteando con madeira para logo extraer o material para fóra. Dentro só vías un filón de arxila e por encima había un material moi duro e negro, iso era o que buscabamos», recuerda de sus tiempos de minero.

 Aunque el espacio no era válido para claustrofóbicos, a lo largo de la galería se sucedían las chimeneas que aportaban respiración y el material que extraían, todavía sólido, no resultaba peligroso, dice Huerta. «O problema viña despois, cando se cocía convertíase en veleno puro».

Hornos del exterior de la mina de Azúmara
Hornos del exterior de la mina de Azúmara

El proceso era el siguiente: las vagonetas, cargadas de producto, se descargaban en una especie de cajón de grandes dimensiones donde un trabajador las deshacía con una marra. Luego, otro compañero sacaba el material por una cinta transportadora que lo llevaba a la machacadora, donde se trituraba. El siguiente paso era un molino de bolas, un gran bombo que contenía en su interior una docena de bolas macizas de hierro que continuaban con el triturado. El resultado pasaba entonces por una caja de pistones de donde salía primero el mineral destinado al horno. Lo que no servía pasaba a una criba, de forma que el mineral, al ser más pesado, se separaba de la piedra.

Todo el material válido se llevaba entonces al horno en carretillas de 300 o 400 kilos tiradas a pulso por grupos de tres o cuatro hombres. Era un trabajo de fuerza bruta, pero no era la peor tarea. La parte realmente peligrosa era la labor en los hornos, donde el material se revolvía de manera constante. Si el polvo resultante entraba en contacto con alguna superficie húmeda de la piel, el desenlace podía ser grave. «Os forneiros só tiñan unha mascara de esponxa e había que estar ben vestido e tapado, porque para as zonas húmidas era fastidiado. Era o traballo máis duro, por iso o pagaban máis», recuerda Germán. De hecho, hubo dos trabajadores que fallecieron a causa del arsénico.

«Ao principio había uns fornos como os do pan, pero logo fíxose un redondo que daba voltas. Por enriba botabas o material e por debaixo estaba o lume. O arsénico era como fariña de trigo, blanquito como a neve, e en polvo ía voando. Había como uns alambiques nos que subía e baixaba ata que saía por unha cheminea para o monte, e ía apousando, caendo nuns pocillos, e cuns rodillos sacábase e metíase nuns barrís. Toneladas de arsénico saíron de aí», narra Germán.

 El ecuador de la década de los 40 fue le época dorada de la mina de Azúmara. «Primeiro había moitos pedidos, viñan camións e sacábanse ata a estrada en carros coa barrís que tamén se fabricaban na propia mina. Pero a mina xa foi perdendo e logo empezaron a facer arseniato para o escarabajo». Sobre el año 52, recuerda el minero, dejó de funcionar.

Para entonces, la mina de Toxeiros había sembrado de prosperidad Castro de Rei. «Eu mercara unha bicicleta, unha Orbea nova que me custou 700 pesetas», recuerda Germán. Él, como los demás, tuvo que buscarse luego la vida, pero todavía hoy recuerda con cariño la mina de Azúmara.

En el bar de Efigenia Freire todavía se conservan candiles que pertenecieron a la mina
En el bar de Efigenia Freire todavía se conservan candiles que pertenecieron a la mina OSCAR CELA

Restos de la mina todavía perviven repartidos por el municipio

El Concello de Castro de Rei es rico en historia y en historias. Hubo quien quiso ver allí la cuna del emperador romano Teodosio el Grande. En su territorio permanece en pie el castro de Viladonga, y en su día se levantó un castillo del que hoy solo quedan contados restos.

El Castro de Rey que entró en el siglo XX rondaba los 7.000 habitantes, y en plena década de los 40 vivió un repunte que superó esa cifra ayudado, seguramente, por el efecto llamada que supuso el empleo generado bajo la tierra del monte de Toxeiros. En plena posguerra, el trabajo no abundaba.

En el concello de Castro de Rei hoy todavía se habla de la mina de arsénico de Azúmara aunque ya son pocos los que pueden contar que trabajaron en ella. «Pechou cando eu tiña cinco anos. Aquí dera moito traballo á xente e aínda quedan cousas dela. Eu aínda conservo unha pota e unha canada que fixera daquelas meu sogro, os candís e ata unha viga da casa que saíra de alí», narra Efigenia Freire desde el bar que regenta en la Rúa da Manteca de Castro de Rei.

El acceso a la mina está rodeado de maleza
El acceso a la mina está rodeado de maleza OSCAR CELA

Pequeños restos de la vieja mina se conservan repartidos por el pueblo recordando a los más jóvenes que en su día Azúmara fue un lugar industrial. Alrededor de las galerías se creó toda una potente industria auxiliar. Fuera estaban los hornos, el lavadero, los barracones en los que dormía parte del personal, un taller mecánico y hasta un economato en el que los empleados podían conseguir a mejor precio alimentos de primera necesidad, como aceite, azúcar o harina.

En la mina de Toxeiros se dio empleo a carpinteros que fabricaban las barricas en las que se transportaba el material, a herreros y operarios de todo tipo, unos más especializados y otros más generalistas. Mucha población que fue instalándose por la zona. A menudo comían en los negocios del pueblo, que logró tener electricidad gracias, precisamente, a la mina.

Cuando el negocio cerró su puerta, tocó buscarse de nuevo las castañas. Hubo quien optó por dedicarse a la ganadería invirtiendo lo que había ganado en la mina, otros buscaron nuevos destinos.