Cincuenta años sin Franco, pero con algunos de sus secuaces comenzando a renacer como flores del mal. Hagamos entonces memoria.
Aquel día, a las ocho de la mañana, vino mi abuela a despertarme. ¡Se ha muerto! No hizo falta que dijese más. Ya sabía que el general superlativo, autoproclamado Generalísimo por la gracia de Dios como figuraba en las monedas de entonces, había entregado su negra alma a Satanás, camino del Averno en la barca de Caronte.
Como mis colegas de prensa pusieron de moda estos días que las gentes contasen donde se encontraban ese día, cómo habían respondido ante la noticia, qué pensaban, ahí va mi testimonio. En aquellos momentos me encontraba en Lugo ya que me habían expedientado en la universidad después de ser detenido en una manifestación y por lo tanto, no podía acudir a las clases en Santiago. Al mediodía, varios de mis compañeros, ante la vacación generalizada en las aulas, comenzaron a regresar a sus casas y por lo tanto, pronto estábamos todos al completo.
La cita de encuentro era en La Cosechera, en la rúa da Cruz. En las calles había calma chicha, es más, la gente parecía pasar indiferente al momento histórico que se estaba viviendo. La premisa era no exteriorizar nuestra alegría sino permanecer calladitos. Nosotros, en el bar, a lo nuestro. ¡Pepe, ponnos unos benjamines de cava, fresquitos! En el local, dos de la secreta al loro, controlando la mínima celebración para actuar.
La peña, en silencio, levantábamos las copas, sonreíamos y hacíamos un brindis, sin decir palabra para no provocar a la pasma. De esta forma fueron cayendo más benjamines hasta el mediodía. El general superlativo había muerto, una dura muerte que le llevó a decir: ¡qué difícil es morir! Quizá la que merecía desde hacía tiempo.