Leyendo días atrás el artículo de contraportada de La Voz del inigualable Miguel Anxo Murado, «Guantes de portero», me vino a la cabeza por ensalmo el tiempo aquel en que jugaba mi hijo Alex de portero. Tenía diez años y compartía bajo palos con su amigo Alberto la más que audaz tarea de dejar la portería a cero en el club en que militaban: SDC Residencia. Jugaban normalmente en el pataqueiro del Ceao; aquel infame trozo de terreno que invitaba tanto a practicar el fútbol como a pisotear un lindo campo de minas, así que cuando llovía se convertía en un barrizal. Como ese día.
La etapa de alevín (10/11 años) no es comparable en desarrollo con la adulta, pues en un solo año puedes haber pegado un estirón considerable. Esa mañana competían con un equipo coruñés en el que el más enclenque le sacaba una cabeza a Alex, así que al pobre le cayó algo así como quien dice la mundial. Pues aparte las numerosas ocasiones en que tuvo que ir al fondo de la red, descargó tal chaparrón que en lugar de fútbol bien podían jugar a waterpolo.
Fue muy cruel. Entre el escaso público asistente, su padrino y yo nos desvivíamos animando gestualmente, y él nos respondía cabizbajo, empapado, embarrado de arriba abajo y mostrando palmas de impotencia. Era un poema ver cómo nos miraba transmitiéndonos su drama, su orgullo herido, su desoladora imagen tratando de asumir estoicamente tal infamia.
Cuando acabó el partido Pepe y yo tratamos de animarle: Alex, lo que más enseña es la derrota, amigo. No debió captarlo pues en la siguiente temporada dejó la portería.
Hoy sigue jugando al fútbol regularmente. Lejos de los propios palos, digamos que se defiende.