El otro día me fui a hacer al Hula una colonoscopia y volví medio hecho polvo, porque a mí estas cosas no me gustan, me ponen muy nervioso. Soy persona fina, recatada y de sólidos principios, y me crispa las neuronas que me anden ahí hurgando, profanando este amado templo mío, tan íntimo y personal, tan discreto, entrando a saco por la puerta de servicio. Y es que soy muy pudoroso, oigan; si ya me da vergüenza que me vean ciertas cosas que me tapo con la ropa, imaginen lo que va bajo los cueros.
La ceremonia de preparar el colon -ese tubo siempre lleno de excrementos-, es ya en sí un canto a la elegancia. En mi caso se dividió en dos actos: el de las 8 de la tarde y el de las 3 de la madrugada… En éste seguramente desperté a media España, porque vibraron hasta las bisagras. Fue un sin vivir constante de mi cuarto al baño. Un total de 36 deposiciones revientan al más bragado. Y es que cuando el organismo pide paso, el refinamiento se va al carajo.
Prueba sobre las 9. Vaya por delante que el trato de doctora y enfermeras fue exquisito, lo cual, dentro del drama, hizo la cosa más amena y llevadera. La sedación no me hizo efecto, o me hizo poco al menos, y me enteré de todo. La de mi lado vio mi gesto y dijo:
-Ay, pobre, está despierto.
-Acabo, Emilio -dijo la médica-, que andamos ya por hemorroides.
Almorranas o hemorroides, como ustedes saben, es lugar abrupto que pilla tras el recto, llegando ya al esfínter, y como yo sabía esto me quedé algo más tranquilo.
Resumiendo. Hace un mes escaso fui al urólogo, así que háganse cargo de cómo tengo eso.
¿Saben una cosa?... Si tuviera la lámpara de Aladino, le pediría al genio que obligaran a hacer la prueba cada semana en el Parlamento para ver quién miente… Ustedes ya me entienden.