Una función en la vereda del río

La Voz

LUGO

M.Q.

Rúa da Raíña

18 jul 2007 . Actualizado a las 07:00 h.

Hace apenas unos días les narraba cómo, por fin, logré atisbar de cerca las aguas del Miño. Y creo recordar que también aproveché ese mismo espacio para disertar sobre cómo algunos disfrutan del mes de julio en un club fluvial mientras otros lo vemos pasar desde la otra orilla. Bien. Siempre con esta misma orilla como escenario, ayer fui la absoluta protagonista de un bucólico paseo al estilo Casa de la pradera para el que sólo se me ocurría un título apropiado: por la vereda del río. En esta función romanticona hay otros personajes secundarios: el niño que aprende de manos experimentadas cómo poner el sedal en la caña, el paisano amable que se hace amigo de la chica, las niñas que ríen y juegan al balón entre los ramilletes de florecillas silvestres, las parejas de piragüistas que en esta función harían las veces de barqueros y, por supuesto, no podía faltar el guapo del que la chica se enamora bajo el sol del verano mientras los pájaros cantan en los frondosos árboles. En fin, todo era perfecto hasta que se empezó a caer por su propio peso. Mi relato comienza más o menos a la altura del restaurante Los Robles donde me paré junto a varios pescadores, entre ellos el niño que aprende el asunto de la jara y el sedal. Esa misma mañana yo había leído que el río bajaba hasta los topes de lodo, y que habían aparecido varios peces muertos, por lo que me extrañó ver a gente pescando. Puesto que esto se trata de una función, la protagonista se acerca y pregunta. «Hombre, hemos visto un pez muerto, pero tampoco es tan extraño porque el río siempre baja sucio... Ahora, aún con eso, algo sí pica, sí...». A pesar de cumplir a la perfección con mi papel (sonrisa tierna hacia el niño que, pudoroso, baja la mirada), acabo de llevarme el primer chasco: el río por cuya vereda paseo viene sucio y, según dicen, por mucho que lo depuren, en Lugo es mejor no beber agua del grifo.... Vaya. Vamos a por el siguiente batacazo. Cuando me encontraba en un momento de pleno éxtasis campestre al ver por primera vez en mi vida una rana de cerca, aparece el paisano amable. Nos saludamos, qué bonito día aquí junto al río, es un paseo fantástico, con ese acento usted no es de por aquí, anda yo soy de Toledo pero lucense de adopción... En fin, una conversación apacible, de esas que te dejan buen sabor de boca y en la que pensaba cuando detecté a un personaje del que no les he hablado: Pepito Piscinas. Dícese del treintañero que va de guapetón sin serlo, con su ropa deportiva bien apretada, moreno como un tizón y especialista en mirar cada vez con más insistencia a la chica que, dicho sea de paso, suele ignorarle. Esta clase de hombres es capaz de convertir el paseo más deslumbrante del mundo en una media maratón, dada la marcha que hay que meter para escapar con algo de disimulo. En esta tesitura, ya comprenderán que es imposible disfrutar de un paseo. Vaya. Siguiente fastidio. Podría hablarles de lo mucho que me molestó ver bolsas de basura estancadas en los márgenes, acompañadas de botellas de plástico, latas, colillas... En fin, todas esas cosas que, sin ser lodos de origen desconocido, hacen de un río un sitio insalubre para los peces y demás seres acuáticos. Podría hacerlo porque había unas cuantas, pero prefiero dedicar esta última desazón al chico guapo. A ese que corría sin camiseta, con su pantalón corto, marcando pectoral y obligando a la turista, que huye del Pepito Piscinas de turno, a girarse con sorpresa recatada y el gesto de «¡Voilà, que ven mis ojos!». A ese guapo que podría haber hecho de esta función matutina en la vereda del río un folletín propio de Corín Tellado, pero que me ignoró. ¿Será por la sudada que me entró en plena Nacional VI cuando cambiaba de una ruta a otra intentando que no me atropellara un camión? ¿O más bien por la cantidad de polvo que me envolvió cuando un camión descargaba su mercancía en unas obras junto al restaurante O Muíño? Quien sabe. Sea por lo que fuere, la cuestión es que ese guapo, en lugar de girarse y colaborar en un final feliz con pájaros que cantan en árboles de una frondosidad increíble, pasó de largo y me dejó tirada allí mismo, en la vereda del Miño.