María Callas celebra su 90 cumpleaños en Google

La Voz REDACCIÓN

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La diva de la ópera, nacida tal día como hoy en el año 1923, consiguió rendir completamente al público sobre los escenarios, pero nunca compensar todo el amor que le faltó durante sus primeros años de vida ni superar la ruptura amorosa con Aristóteles Onassis

02 dic 2013 . Actualizado a las 23:13 h.

Neoyorquina de origen griego, nacida en el Bronx bajo el nombre de Cecilia Sophia Anna Maria Kalogeropoulos, María Callas, convertida en un icono popular que trascendió el círculo cerrado de la lírica para jugar en la misma división que Jackie Onassis, Marilyn Monroe o Audrey Hepburn, hubiese cumplido este lunes 90 años. Su vida no fue sencilla. La gloria sobre las tablas nunca logró compensar la carencia de amor que desde muy pequeña ya echó en falta. Falleció a los 53 años de un ataque al corazón en París, retirada de la escena por la pérdida de voz progresiva que muchos achacaron a su rápida pérdida de peso y a que La Divina se volvió triste tras la separación de Onassis.

María Callas huyó pronto del entorno familiar para buscar realizar un sueño para el que la pequeña y regordeta niña del Bronx y ascendencia helena no parecía predestinada. Su madre intentó vender su cuerpo por las tabernas portuarias de Atenas para pagarse un piso y financiar la promoción de la otra hermana, toda una belleza. Pero el público tabernario se quedó de una pieza cuando Callas se apoyó en un piano de pared y alzó la voz sobre sus cabezas. Según recoge la biografía Tan fiera, tan frágil (Lumen, 2009) de Alfonso Signorini, un puñado de dracmas y un plato de sopa fue el primer salario de una María Callas a la que su madre tampoco se lo pensó dos veces a la hora de echarla como carnaza sexual a las tropas italianas que en 1944 ocupaban Grecia.

El coronel Mattia Bonalti solo acertó a morderla en el cuello en el cuartel Agios Georgios, antes de que María Callas se irguiera sobre su llanto y su repugnancia para emprender La Traviata e imponer el hechizo de su voz más viva. El coronel no pudo sino subirse los pantalones y presentar sus respetos ante aquella mujer que, el 14 de septiembre de 1945, convertida en un éxito aplastante desde Atenas a Salónica, se embarcaba de regreso a su Nueva York natal, donde metería en cintura al mismísimo Edward Johnson, director general del Metropolitan Opera House. Johnson le ofreció a María Callas cantar Madame Butterfly y Otelo, aunque ella era consciente de que su éxito dependía de que cantara Norma. Pero Norma no entraba en los planes de aquel hombre que la despidió con cajas no demasiado templadas. «Llegará el día en que el Metropolitan se pondrá de rodillas para contratarme -le dijo ella al abandonar el despacho-. Y yo solo lo aceptaré para cantar Norma por un caché exorbitante. Así aprenderá usted a no tratar de cualquier modo a María Callas».

María Callas fue moldeada por su profesora en el Conservatorio de Atenas, la española Elvira de Hidalgo, de patito feo llegado del Bronx a acabar convirtiéndose en el mito vocal más importante del siglo XX. «Que precisamente esta muchacha abrigara el deseo de convertirse en cantante, resultaba simplemente ridículo. Era grande y gorda, llevaba gafas... Todo su ser era torpe. Pero cuando comenzó a cantar, me inundaron cascadas de sonidos todavía incontrolados, pero llenos de drama y emoción. Escuché atentamente con los ojos cerrados y me imaginé la dicha que supondría trabajar con ese material», describió De Hidalgo. De la mano de su mentora, María Callas comenzó un proceso formativo que desembocaría en toda una revolución para la escena lírica de su tiempo, cuyas consecuencias aún perduran.

De Hidalgo pulió aquel privilegiado instrumento sin desbravar en intensas sesiones que no acababan nunca: ella era la primera en llegar y la última en irse del conservatorio, cuando terminaba las suyas se quedaba a seguir las clases de los otros alumnos («hasta de los peores se puede aprender algo», solía decir); pero fue Tullio Serafin quien supo orientar su catálogo hacia el redescubrimiento de un repertorio olvidado o, como poco, maltratado por sus coetáneos. Serafin, que dirigió a María Callas en algunas de sus más célebres grabaciones, apreció en sus aptitudes la posibilidad de restituirles toda la verdad a los grandes personajes femeninos del belcantismo.

A través de ellas, Bellini y Donizetti habían querido expresar todo el sufrimiento y la desesperación de unas mujeres relegadas a un plano secundario en un mundo violento y opresivo dominado por el hombre. Aquellos «gritos», convenientemente articulados mediante escalas, giros, coloraturas y otros adornos servían a la causa de un temprano feminismo al rebelarse contra las injusticias sufridas en silencio. Ahí apareció María Callas, con su «voz grandiosa y fea», como la definía Serafin, para producir «una variedad de sonidos inaudita, irritante y muy frecuentemente chocante, que en sí mismos eran un eco de dramas internos» (Jürgen Kestin).

Quizá por eso, a los teatros les costó llegar a reconocer en María Callas a la fiel e infatigable restauradora de una tradición olvidada: Callas no era la típica soprano ligera de la época que se limitaba a cumplir el papel asignado de anestesiar al público con la brillantez de sus ornamentaciones perfectamente ejecutadas, pero sin alma; aquella nueva aparición añadía brío y sonidos penetrantes a la coloratura, confiriéndole al canto una tensión y una intensidad que se creían ya olvidados desde los tiempos legendarios de Giuditta Pasta y María Malibrán.

Además de convencer a directores artísticos de su peculiar estilo, María Callas tuvo varios obstáculos que solucionar. Tuvo que poner en su sitio a su rival legendaria, Renata Tebaldi, y al peso que le sobraba. En ambas lides dejó bien clara la fortaleza de su carácter. Para hundir a Tebaldi contó con la colaboración fortuita, desinteresada e imperturbable de Toscanini, que andaba en busca de una voz para la siempre salvaje lady Macbeth. Ella le ofreció un canto que él oyó como si fuera «la expresión de una pantera». Ninguno de los tres concernidos fue consciente de ello, pero aquellos primeros y resonantes pasos de María Callas en La Scala de Milán sellaron lo que hasta entonces había sido la buena suerte de la Tebaldi.

Poco después, cuando Lucia di Lammermoor se cruzó por su camino, María Callas decidió que había llegado el momento de comenzar a trabajar para que mirarse al espejo y romper a llorar no fueran la misma cosa. Lucia era una novia ligera y casi etérea que se dejaba caer en el escenario como si fuera la pluma desprendida de un ángel o la lágrima de un fantasma. El cuerpo de María Callas no sugería ninguna de esas imágenes. Jayne Mansfield -una actriz explosiva- la puso al tanto de los métodos con los que habían adelgazado Rita Hayworth, Greta Garbo o Marilyn Monroe. El primero de aquellos métodos quedó descartado de inmediato. Se trataba de la cocaína. Funcionaba estupendamente para que el consumidor adelgazase, pero creaba adicción, era malo para las coronarias y podía suscitar problemas con la memoria. María Callas tenía la tensión muy baja y nada temía más que olvidar una nota.

El segundo método era aún más eficaz, y también más asqueroso, pues consistía en un régimen de huevos de tenia mantenidos en el cuerpo a lo largo de los tres meses imprescindibles para modificar el metabolismo. La dosis consistía en veinte huevos del parásito bebidos en un vaso de agua. La cantante era una dama de la escena, de modo que se los bebió en una copa de champán helado. Perdió 16 kilos en un mes. Y se encarnó en el cuerpo que deseaba.

Antes de conquistar La Scala, María Callas tuvo que dar varios rodeos. Cantó en Latinoamérica, «como una gata salvaje», según ella misma definió sus legendarias actuaciones en Buenos Aires, Río de Janeiro o México, afortunadamente preservadas en grabaciones de la época; pero después de arrasar el Maggio Musicale Fiorentino con unas históricas representaciones de I vespri siciliani, dirigidas por Erich Kleiber, las puertas del principal teatro italiano ya no se le resistirían más.

En 1953 María Callas regresó allí para marcar una década en la que la ópera dejó de ser el opio de unos privilegiados para convertirse en el espacio destinado a experimentar toda la verdad del drama, a la luz de nuevas y más intensas emociones. Como a menudo olvidan algunos responsables de teatros y festivales, la piedra angular sobre la que se debe edificar ese proceso se encuentra en el secreto de las voces y María Callas supo hacer de la suya el instrumento primordial para llegar hasta el fondo de los personajes, su representación dramática. Colaborando además con Visconti, Bernstein y los grandes cantantes de su tiempo (Di Stefano, Corelli, Simionato, Bastianini...) selló una época dorada del arte lírico en la que delineó los precisos límites de excelencia a los que habría que aspirar siempre, con una mezcla perfecta de ambición y humildad, tesón e inteligencia.

En Milan María Callas interpretó Lucia di Lammermoor como si fuese una diosa de rostro exangüe y con el erotismo de un hada. Su voz se hizo «aterciopelada y arcana» bajo la batuta de Herbert von Karajan. La aplaudieron durante 28 minutos. Ella sola en el escenario de La Scala y el teatro más prestigioso y crítico del mundo convertido en una ovación. «Eres divina», le gritaron desde el gallinero. El siguiente en decírselo fue el multimillonario naviero griego Aristóteles Onassis. Poco después de que las cuentas con el Metropolitan quedaran ajustadas gracias a un contrato de cinco mil dólares por una representación de la Norma de Bellini, Tina Onassis, la mujer del naviero, dejó libre su camarote en el yate Christina para que lo ocupara María Callas. Aquello fue la cumbre vital para la cantante. Apenas tres años después, Onassis se liaba con Jackie Kennedy. Asesinado el presidente, su hermano, Ted Kennedy, imploró al naviero que se casara con la viuda. Y Callas abandonó el Christina para entrar en su ocaso. «Es raro encontrar a una mujer vestida de Chanel que hable un inglés tan perfecto», dijo María Callas sobre la mujer de Onassis. «Es normal -respondió Tina-. Aprendí a hablar en Oxford, a pensar en Nueva York y a vestirme en París».

María Callas y el significado de la música

A través de la colaboración con Serafin, el primer director que descubrió las inmensas posibilidades de su talento, María Callas aprendió el significado de la música. Fue él quien la apartó del repertorio alemán (Brunilda, Isolda, Kundry) y le hizo aprenderse Puritani, en apenas una semana, Norma o Sonnambula. Las enseñanzas del maestro italiano le sirvieron para profundizar en la interpretación: «Aprendí que cuando se busca un gesto determinado sólo hay que fijarse en la música; si se oye con el corazón en los oídos, todo está ahí (en la partitura)». María Callas añadirá, para desesperación de muchos directores de escena modernos: «El libreto no es determinante, la verdad se encuentra en la música».

En 1968, María Callas opina que «la ópera está muerta»y que «hay que devolverle su credibilidad». Su receta para aportarle «aire fresco» consiste en «recortar tiempos y repeticiones» y «reducir» los movimientos de los cantantes para «crear una atmósfera creíble», que permita «penetrar en el mundo interior del compositor». «Para poder servir al arte», los cantantes «deben captar la voluntad del compositor y hacerle justicia». Algunos de los consejos que luego le servirían durante toda su vida, los recibió de Luchino Visconti (María Callas hizo también sus pinitos en el cine). Así, confiesa que cuando colaboraron en la célebre Traviata milanesa, de 1955, el director le explicó que cuanto menos se moviera, mejor. «A menor movimiento, una mayor intensidad y pureza artística; lo que te permite concentrarte en la expresión». «Con la ayuda del espíritu y la razón he sido capaz, en algunos momentos, de transmitir emociones al público, siempre al servicio del arte y de la música», dijo María Callas.