Villar Ponte en el asilo

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

El padre de las Irmandades guía al lector por las salas de una institución benéfica y reflexiona sobre «los serios problemas que el porvenir deja a cargo de la justicia»

17 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La huella de Antón Villar Ponte en La Voz está asociada a Con letra del siete, su columna diaria en la primera página. El padre de las Irmandades da Fala casi nunca firmaba, así que es más difícil seguirle el rastro lejos de su faceta de articulista, salvo si sus iniciales ponen fin a un reportaje y entre las ilustraciones que lo acompañan aparece él tomando notas.

Un buen día de 1912 decide huir de la redacción para pasearse entre los desheredados. En cierto modo, entre los más afortunados de ellos, los que viven en un asilo, «refugio de la ancianidad y la niñez desvalidas». Junto a Cortés, dibujante compañero de tantos reporteros, cruza una puerta «sobre la que campea una inscripción, en la que se consigna que dicho establecimiento benéfico fue cedido en 1863 por la condesa de Espoz y Mina y duquesa de la Caridad, Juana de Vega, su fundadora, al Ayuntamiento de La Coruña».

Su pluma vuela mientras va «reconociendo las dependencias» para hacer una descripción precisa. «En la planta baja están situados los dos comedores: el de ancianos y niños, y el de ancianas y niñas». Son, dice, «amplios, limpios y ventilados». Junto a ellos se encuentran «la cocina, la despensa y el lavadero para ropa de color», y tras estos, «dos patios, separados por una pared, donde juegan en las horas de asueto los niños y las niñas con total independencia».

El lector va de su mano hasta el piso superior, «destinado a salas dormitorios». Son «claras, alegres, higiénicas». «Las camas, que se alinean simétricamente, denotan un esmero y una pulcritud admirables». En esa planta están también «los cuartos de lavabo, provistos de numerosas palanganas, con sus grifos correspondientes, y de gran número de bolsitas, donde se guardan los útiles y menesteres del aseo; el departamento de baños, la capilla [...] y las dos aulas escolares donde reciben a diario el pan de la instrucción los niños y las niñas».

«Tres instructoras, una cocinera y dos vigilantes» trabajan en el asilo, además de un maestro. Viven en él «unos 49 niños y otras tantas niñas. El número de ancianos y ancianas se eleva a unos 36 o 37, respectivamente. Las condiciones del edificio no dan margen para más», explica. «Todos están contentos. Gozan de libertad, cosa no frecuente en esta clase de instituciones. Los que quieren se emplean en trabajos particulares».

El dinero «que particularmente recaudan» los niños se guarda en «unas cajas de caudales con tantos casilleros como pequeños asilados [...], donde se van depositando los ahorros». Cuando «exceden de 25 pesetas [...], se llevan a la caja del Monte de Piedad, ingresándolos allí a nombre del niño o niña propietario». De esta forma «se consigue que los jóvenes asilados, al salir de aquí, cuenten con recursos para adquirir herramientas y todo lo más necesario para el honrado desempeño del oficio a que deseen dedicarse».

«Algunas consideraciones»

Villar Ponte reflexiona acerca de la obra de un asilo «que es digno de visitarse». Se detiene en «algunas consideraciones» acerca de un problema tan de entonces como de hoy: «Acaso Cortés, que además de artista es sociólogo, haya pensado como yo, viendo los ancianos y los niños [...], en los serios problemas que el porvenir deja a cargo de la justicia. ¿Qué hacemos con los viejos cuando ya han dado a la humanidad el fruto de su trabajo y no tienen recursos para el buen pasar de sus últimos años? Esta es la pregunta que formulan todos los Parlamentos, todas las Asambleas y todos los hombres nobles [...]. Y la contestación nos la dan poco a poco las modernas legislaciones sociales, mientras la caridad llena un vacío que nada, fuera de ella, podría llenar por ahora».