Y de las fuentes brotó el clarete

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Como cada mañana, las familias ourensanas acudieron a las plazas a llenar sellas y toneles, para descubrir que ni el sabor ni el color del agua eran los de siempre

22 jul 2017 . Actualizado a las 14:50 h.

En pleno agosto y bajo un sol de justicia, los ourensanos que se acercaban a los caños a llenar sellas y toneles o a apagar la sed directamente se encontraron con una gran sorpresa -grata o no, allá cada cual-, de esas que no escapan a la primera plana: «Las fuentes públicas de Orense vierten vino». ¿Había el Ayuntamiento construido en secreto una traída desde las laderas de O Ribeiro? No. ¿Milagro? Tampoco.

Un pleito más para los claretes, que estaban continuamente en la picota. Por un lado, acusados de instigar las desgracias que alimentaban con hartura las notas de sucesos. Por otro (el que interesa al caso), por mor de su pelaje. Es decir, del empeño de la clase tabernaria en dar gato por liebre a precio de saldo. Muchas veces ambos problemas iban de la mano. Para resumir la cuestión, un extenso artículo titulado Sobre el matonismo reproducía un rótulo visto entre toneles: «Vende Antón viño a patacón e a cántara a trece reás». 

«Criminal industria»

Ya 30 años antes se denunciaba que, «para demostrar la existencia de tan criminal industria, no era necesario apelar al análisis de los vinos; bastaba con fijarse en el número de tabernas de la población, en la importancia de las ventas y el precio del artículo». «Los taberneros -proseguía esta reflexión- venden el vino más barato que los cosecheros; en la mayoría de las calles hay dos tabernas cuando menos, y no alcanzando por consiguiente las ganancias para pagar el arriendo del local, la contribución y gastos de alumbrado, solo repitiéndose el milagro de las bodas de Canaán podría justificarse que tantos establecimientos se sostengan».

Los sospechosos habituales eran los morapios importados de allende A Canda y Pedrafita, contra los que los viticultores se levantaban en armas. «Su indignación se traduce en explosiones violentas como la registrada en días pasados en la Rúa. Grupos de agricultores asaltaron el almacén de aquella estación ferroviaria», donde había «depositados bocoyes de vino adulterado, procedentes de Castilla. Será deplorable que los indignados labradores tomen la justicia por su mano, pero la verdad es que la defraudación toma cada vez más enormes caracteres sin que nadie, hasta ahora, procurase evitarla». Así que se organizaron mítines para condenar «a los explotadores, a los mixificadores sin conciencia que desacreditan el rico vino del Rivero» y presionar para que se persiguiese «decididamente a los comerciantes y traficantes que son causa del enorme quebranto del campo vitícola gallego». 

«Inauditos brebajes»

La movilización terminó teniendo efecto. Al final, las autoridades pusieron más empeño en acabar con la expedición de «inauditos brebajes». Aunque en ocasiones, no con el esmero que debiesen. Fue lo que sucedió el día que en Ourense «numerosas familias [...] advirtieron que el agua dejaba en el paladar un ligero gusto a vino, y que en algunos momentos presentaba un débil tinte rosado». Esa misma mañana, «los concejales Sres. Fábrega y Suárez, a presencia de algunas comisiones de las sociedades agrarias limítrofes y de numeroso público, habían vertido el vino adulterado a la puerta de la misma bodega» en la que se había localizado una partida de «unos cincuenta moyos».

Pero el vino, que obedecía órdenes de la gravedad, «corrió a raudales buscando la inclinación del terreno, y fue a sumirse en el alcantarillado de la población. No había transcurrido una hora cuando el líquido, filtrándose a través del terreno en proporciones más o menos sensibles, contaminó todas las fuentes [...], comunicando a las aguas el sabor y aún el color». Todo esto «llegó a confirmarse en medio de la indignación, el escándalo y aun el temor de todo el vecindario». Y «quiérese decir que al fin los vecinos de Orense tuvieron que tragar el vino malo. Aunque ya sin pagarlo».