Nadie explica por qué a estas reuniones políticas se les aplica la misma reserva que a los cónclaves. ¡Extra omnes! Una vez que el saludo de los líderes queda registrado, se cierran las puertas y se hurta cualquier información directa. No es cuestión de que la Iglesia cambie hábitos que tienen su justificación en una inspiración divina que tal vez sería remisa a actuar en presencia de las cámaras. Tratándose de líderes como Rueda, Pontón y Formoso, sin embargo, hubiera sido interesante que sus largas conversaciones fueran retransmitidas en directo, o editadas para una serie por capítulos.
Nunca sabremos lo que se dijeron a solas. Si es verdad que hablando se entiende la gente, ochenta o noventa minutos son tiempo suficiente para no quedarse en el reproche. Nadie está tanto rato con alguien con el que solo existen rudos enconos insalvables. La animadversión da para unos gestos protocolarios, unas cuantas acusaciones, un café y poco más. Algún grado de empatía debió de existir entre ellos para que la charla se prolongara lo que dura un partido de fútbol. Quién sabe si se comportaron como los actores que, tras representar papeles antagonistas sobre el escenario, como Hamlet y Claudio, se reúnen lejos de los focos y los espectadores en los camerinos para compartir amigablemente sus impresiones.
La pregunta es por qué el trío no quiere testigos que aprecien su relación correcta. La posible respuesta es que actúan para dos públicos muy diferentes cuyas demandas se contraponen. Tanto las peticiones para que se produzcan estas citas, como las sonrisas previas, son gestos pensados para los electorados respectivos, que antes y después de las elecciones forman una sociedad en la que cooperan todos los días votantes de todo tipo. En la Galicia real no hay gallegos pertenecientes a ninguna de las tres siglas, sino ciudadanos que, cuando toca votar, buscan, comparan y compran la opción que más les gusta. Mientras tanto trabajan o estudian juntos, forman parte de la misma comunidad de vecinos e incluso se aman sin fijarse en lo que votaron. No hay Capuletos y Montescos, por seguir con el bardo.
Pero junto al elector ocasional que ejerce el resto del tiempo de ciudadano sin etiqueta, tenemos al militante que raramente se despoja del papel. Es al que suelen tener en cuenta los políticos durante gran parte de su jornada laboral. Para esta categoría el consenso siempre será sospechoso y la discrepancia sistemática es un estado natural que reafirma sus creencias. El militante típico se habrá sentido alarmado ante los buenos augurios de las reuniones de las que hablamos, y aliviado al constatar finalmente que los acuerdos fueron escuálidos y se regresa a la trinchera. Acaso los tres se entienden en la intimidad, pero nunca lo sabremos.
El Senado se despierta
«La heroica ciudad dormía la siesta». Así da comienzo La Regenta, donde Clarín convierte a Oviedo en protagonista de una historia que ya pasó al mundo de los clásicos. En la novela la ciudad toma el nombre de Vetusta para subrayar su modorra. El Senado también es vetusto y dormía la siesta hasta que estas carambolas que tiene el destino lo convierten en el escenario principal de la política española. A él llegó Feijoo para despertar del sopor a la institución. Hasta Recaredo, en el famoso cuadro de la conversión que adorna el recinto, dejó por un momento su juramento para atender al primer duelo del gallego moderado con el presidente resiliente. Al menos durante año y medio la cámara vetusta revivirá de su modorra secular para ser el ring donde se libren los asaltos decisivos por el poder. Pasado ese tiempo volverán los inacabables debates sobre su reforma que siempre acaban en nada. Aunque solo sea por este momento de gloria que logra para el Senado, el ex gallego merece quedar inmortalizado junto al converso rey godo.
Razones para la anglofilia
Se estaba poniendo difícil mantener la anglofilia. El brexit empezaba a eclipsar el desembarco de Normandía, Boris parecía ensombrecer el recuerdo de Churchill y Meghan diluía la memoria de la reina Victoria. Ni siquiera Sherlock Holmes era capaz de encontrar alguna pista que nos reconciliara con las tradiciones que tanto admiraron los liberales de estas latitudes. Hasta que llegó este voto de confianza que puso al premier a merced de sus diputados, una imagen insólita para los que estamos habituados a unos parlamentarios vasallos del jefe. A este lado del Canal ni el diputado conoce a sus electores, ni los electores a su diputado. A partir de Dover el miembro (o miembra) del Parlamento está en manos de sus votantes y los atiende como si fuera un médico solícito en la consulta. Si le transmiten que ya es hora de despedir al primer ministro, el diputado no tiene duda e inclina su pulgar hacia abajo. Sabe que es lo mejor para su partido y su distrito; no hay disciplina que se lo impida. La anglofilia aún tiene razón de ser.