La Justicia española es pobre en recursos materiales. Le salva la profesionalidad del personal que trabaja en los juzgados. Los jueces, fiscales, secretarios judiciales y funcionarios adscritos a todas las oficinas judiciales de nuestro país trabajan muy por encima de los medios que el ministro Ruiz-Gallardón pone a su disposición. Si no fuera por ellos, y por el empeño que le ponen a su quehacer, nuestro sistema judicial estaría a la altura de la última de las repúblicas bananeras. Su antecesor, el gallego Francisco Caamaño, todo sea dicho de paso, otro desastre de ministro, ya prometió medios que nunca llegaron. Pero con el de Cee, la decepción tardó en verificarse. Al principio, los que participamos de una u otra manera en el engranaje de la Justicia, fuimos tan ingenuos que comulgamos con las ruedas de su particular molino, y nos creímos a pies juntillas que los medios estaban al caer. Craso error. El tiempo transcurrió, y Ruiz-Gallardón aterrizó en el que pronto sería su particular cortijo, desde el cual se ha cargado para varias generaciones el principio de tutela judicial efectiva patrio. Un país en el cual un pleito sencillo tarda en muchos casos un año en resolverse en primera instancia, es un país en el que algo falla. Y ese fracaso se debe a no reparar en que la Justicia, junto con la sanidad, la educación y la seguridad social, son los cuatro pilares fundamentales de cualquier Estado del bienestar. Son muchos los miles de procedimientos que cada día se instan en nuestros tribunales y no se puede trabajar con métodos utilizados a mediados del siglo pasado. Las nuevas tecnologías resultan insuficientes y obsoletas respecto a otros Estados de nuestra órbita sociocultural. ¿Y quién es el responsable de todo este desaguisado? Pues como no podía ser de otra manera el ministro del ramo, que en vez de estar a lo suyo, que no es otra cosa que actualizar la Justicia española, se dedica a filosofar sobre lo escasamente ético que resulta abortar.