Con la justicia pasa lo que con la práctica totalidad de los servicios de los que disfrutamos en las sociedades avanzadas: que es difícil fijar la frontera entre lo que deben abonar los usuarios del servicio y lo que hemos de pagar todos a través de los impuestos. Y es que, claro, no existe ningún servicio gratuito: ni la sanidad, ni la educación, ni, por supuesto, la justicia.
En todos esos servicios, esenciales para nuestro bienestar, se han establecido, aunque con modalidades diferentes, sistemas de copago, que reparten su coste entre beneficiarios y contribuyentes. La justicia no es una excepción, de modo que, salvo quienes gozan del beneficio de la justicia gratuita, todos los justiciables han de rascarse los bolsillos, en mayor o menor grado, para asegurar su tutela judicial. Con la particularidad de que mientras que uno va solo al médico, al acudir ante un juez puede ser aconsejable u obligatorio hacerlo acompañado de procurador y/o de abogado, cuyos honorarios, aumentan, en ocasiones de forma sustancial, el acceso efectivo a la justicia.
Esa es la razón por la que el debate sobre las tasas judiciales debiera situarse en el terreno del cuánto y no en el del porqué. Pues el porqué resulta transparente: porque, con medios limitados, el coste de un servicio público debe recaer parcialmente en sus directos usuarios. El problema es hallar el justo punto de equilibrio en la siempre difícil relación entre el pago indirecto y el directo, cosa que Gallardón, con su tasazo, no parece haber logrado, por desgracia para todos.