La demanda de alimentos en Lugo se dobla en un año y obliga a multiplicar las entregas. Cada carrito se identifica con un nombre y el número de bocas que están esperando para comer
23 sep 2012 . Actualizado a las 07:00 h.Hace un par de meses, el banco de alimentos de Lugo cambió de domicilio. Ante la avalancha de la demanda se mudaron al polígono de O Ceao y ampliaron el reparto de uno a tres días semanales.
Localización
«Es muy fácil, solo tiene que seguir a los carritos». Amadora, la responsable del centro, intenta darme por teléfono unas explicaciones para dar con la nave. Tras un rato de incomprensión, zanja la charla: «Es muy fácil, cuando llegue, solo tiene que seguir a los carritos». Pero llego con tiempo, antes que los carros, a un alejado hangar de carga, en uno de cuyos muelles se ha instalado el banco. Por allí andan Amadora y los voluntarios que atenderán hoy a un centenar largo de demandantes. Es martes, el día de las familias. Solo se recibe a gente en situación extrema: sin ingresos y en hogares con cinco personas o más; los más castigados por el incesante golpeo económico. El jueves viene el resto, una legión de más de 400 almas. Y el viernes, otra veintena de familias, también en situación extrema, que se desplazan desde otros puntos de la provincia.
Despliegue
«Este es doble. Son diez en casa». Amadora me explica la dinámica del asunto: la gente llega con sus carritos de la compra, pone -«el que puede», matiza la responsable- un donativo de un euro y se van. Los carritos se van colocando en filas dentro de la nave. Todavía hay pocos, pero en cada uno, al levantar la tapa, aparece un nombre y un número: el dueño (casi siempre la dueña) y el número de bocas que están esperando para comer del contenido de ese carrito. La formación de nombres y números, como el dorso de un equipo deportivo, compone una imagen perturbadora. «Este es doble. Son diez en casa», apunta Amadora, que se mueve por la nave transmitiendo órdenes y buen humor.
En el exterior
«No, no, déjelo. Lo mío es muy triste». Afuera hay poca gente. La mayoría se va y vuelve luego a recoger el carro. Tres jóvenes madres latinas conversan en una esquina del muelle. Les pregunto por el banco, por sus hijos. «No, no, déjelo. Lo mío es muy triste», me dice una de ellas. No sé si se va a reír, o es que está a punto de llorar. Hablamos todos un rato. Una cobra una renta por ser víctima de malos tratos. Otra tramita una risga tras haberse ido de un bar que solo le dejaba deudas. Las tres cuentan imposibles; operaciones que siempre acaban en números rojos, malabarismo económico. Y, sin embargo, ninguna piensa en volver: «Yo soy de la República Dominicana. Pero allí no me espera nadie», dice una de ellas, Rosi.
Más allá están Montse y Juliana. Llevan un buen rato matando el tiempo mientras se llenan los carritos. «Nos conocemos de aquí, de vernos todas las semanas». Montse es abuela. Está a cargo de dos hijas y dos nietos, todos menores. Juliana es madre de una niña de dos años. La abuela me echa las cuentas rápidamente. Se tiene que arreglar con una renta de integración de 458 euros y paga 315 de alquiler: «El día 3 ya no tengo un duro».
-¿Qué hizo hoy de comer?
-Macarrones con tomate.
-¿Y no le echó nada más?
-Macarrones con tomate frito y punto pelota.
Un poco más de realidad. Juliana me explica que, de los seis litros de leche que le meterán en el carrito, ni ella ni su pareja consumirán una gota. Es todo para la niña. «Mi pareja a veces se echa un poco de azúcar en un vaso de agua y me dice: ??Mira, este es mi refresco??».
Mil barras de pan
«A mí ponme doble, que me está esperando mi hermana fuera». Amadora ya me avisó: «Ven con ropa cómoda y nos echas una mano». Pero pensé que era solo cortesía. He ayudado a llenar los ordenados carritos. Ahora me pide que me ponga unos guantes y que reparta el pan: una montaña de bolsones azules llenos de barras semicongeladas. «Le das diez a cada una», me dice mi compañero, a unos metros y pendiente de su propia montaña, esta de bollitos: «¿Listo?», me pregunta. Y la puerta se abre provocando la entrada de decenas de personas que se disgregan en diferentes colas. A la del pan llega un montón de gente. Cuatro-ocho-y diez. Voy cogiendo el ritmo de las frías bolsas azules a las que se me abren a centímetros de mí. Casi no puedo ver las caras de sus dueñas, que me fuerzan a un ritmo frenético. Cuatro-ocho-y-diez. Es una fila multirracial: musulmanes, gitanas, latinos, gallegos... Algunos te dan las gracias. Otros preguntan: «¿Ya está?». Una me dice: «A mí ponme doble, que es para mi hermana que me está esperando fuera». Me habrá visto la cara de novato. Pero hay pan de sobra y le vuelco 20 barras. Es todo muy rápido, muy intenso. Casi no tienes tiempo a darte cuenta de lo triste que es.
La otra fila
«La verdadera adrenalina está aquí». De la fenomenal formación de carritos ya solo quedan unos pocos. Pero hay una pequeña fila incólume: la de los voluntarios. «Hay gente que lo necesita y gente que no -explica Amadora-, pero si todos ponen su carrito, nadie tiene por qué saber quien es el que lo necesita». Entre todos hemos repartido leche, pan, huevos, arroz, pasta, empanadas, ajos, carne de cerdo y de pollo, batidos, chorizos y codillos. ¿Comida para una semana? Ojalá. Montse me ha contado antes lo que dura la mayor parte de lo que lleva a casa: «Un par de días». Los voluntarios llenan sus carritos y arreglan el local. Hay muy buen ambiente. «Esto engancha -dice Amadora-. Yo no sé como hay quien se tira de un puente atado a una cuerda. La verdadera adrenalina está aquí». Es cierto. Yo me siento como si me hubiera tirado de un puente.