
En el libro Y dejé de llamarte papá, la hija de Gisèle Pelicot habla de lo que sucede el día que te enteras de que tu padre ha violado durante años a tu madre y, no satisfecho con eso, la drogaba y la ofrecía como cuerpo inerte a otros sin ninguna compensación económica. Esto, lo del pago por disfrutar de una mujer dispuesta a todo, por la sencilla razón de que no tiene conciencia ni capacidad para defenderse, parece baladí, pero Caro (así la llaman en su entorno) insiste en ello. Dominique, pervertido sexual y gran patriarca de la familia, siempre anduvo con líos económicos salpicando a sus hijos y obligándolos a ser responsables de problemas financieros familiares. No es relevante que hubiera o no intercambio económico, aunque entiendo el énfasis que ella pone en esa cuestión. Ella conoce a su padre, o creía conocerlo. El último mensaje que recibió de él decía: «Pobrecito Tom. Mucha suerte en este curso tan especial que empieza. Tu abuelo que te quiere». Horas después, sabría que su progenitor, y abuelo de su pequeño Tom, estaba detenido por usar a su esposa, compañera de cincuenta años, «el amor de su vida» como si fuera la muñeca hinchable de alquiler en un sex shop cualquiera.
El latrocinio, comprobable, empieza cuando Gisèle se jubila. Al menos es ahí cuando comienzan las grabaciones de los actos protagonizados por depravados de toda índole y clase social.
Si no hubiera sido por las mujeres que denunciaron que un tipo les había puesto una cámara bajo las faldas en un supermercado, quizás Gisèle seguiría siendo penetrada sin preservativo por desconocidos que consiguieron seguir siéndolo en el juicio en el que el único rostro visible era el de la víctima, que se mostró valiente y digna como una diosa.
Todas las aristas de esta historia son terroríficas, espeluznantes, y me cuesta mucho resumir en dos mil caracteres todas las reflexiones y angustias que me provoca una lectura como esta. Caroline, que ha eliminado el apellido paterno, también es víctima, no solo como hija que ha perdido sus amarres, sino como mujer sometida químicamente para ser fotografiada en ropa interior. Lo hizo el mismo hombre que le enseñó a andar en bicicleta y a usar el tenedor.