
Marina Abramóvic y Ulay se conocieron en un museo. Ella, convertida en escultura viva y en movimiento, posaba desnuda y se hacía pequeños cortes en el vientre con una cuchilla. Fue amor a primera vista, diría él después. Esa noche se la pasó curándole las heridas. Después de eso estuvieron doce años juntos, amándose y haciendo performances, que era la forma escogida por ambos para crear. El arte los unía y el arte los separaba, me imagino que llegó un momento en que les costaba distinguir dónde acababa la representación y empezaba la realidad. En cualquier caso, pensaban casarse en la Gran Muralla después de recorrerla desde extremos opuestos. Los permisos del Gobierno chino tardaron tanto que, cuando por fin llegaron, ellos ya estaban haciendo el camino de vuelta en su relación. Decidieron seguir con sus planes, pero en vez de representar un encuentro, su obra de arte escenificaría una despedida. Ella salió desde el mar Amarillo y él empezó a andar desde el desierto del Gobi. Caminaron durante noventa días hasta que se cruzaron en el punto donde se dijeron adiós. Pocos me parecen, hay separaciones que necesitan una vida entera.
A la pieza artística la llamaron Los amantes y a mí me parece de una gran belleza, una metáfora colosal, como el propio monumento. A menudo estamos así, transitando por un cauce de piedras sin saber si nos acercamos o nos alejamos. Y hablo de lo personal y lo territorial y lo político, que tienden a confundirse. Después de aquello, los artistas pasaron 23 años sin verse hasta que un día Ulay se sentó frente a su antigua amada. Abramóvic pasaba los días aposentada en la sala de un museo de NY mirando a los ojos de los visitantes que querían contemplar la obra de cerca, o sea, a ella. Las imágenes son impactantes. Ambos han envejecido. Ella lleva un aparatoso vestido rojo y espera a un nuevo participante sin separar los párpados. Cuando por fin lo hace, lo ve allí, al otro lado de la mesa, con su mirada puesta en ella y en completo silencio, excepto por el sonido de los flashes que estallan como latidos. Qué hermosa toda esa turbación en su rostro, sus lágrimas y consciencia de que es imposible reencontrarse con lo que ya pasó.