Valente se encontró a finales de los ochenta con un lugar marginal, al que los propios almerienses habían dado la espalda, diezmado por la violencia y el tráfico de drogas. El poeta se rebeló contra el olvido y alzó la voz en una ciudad desmemoriada que creaba barrios mostrencos e impersonales, exportables a cualquier sitio. Tal fue su implicación en La Chanca, que la asociación de vecinos del barrio le nombró en 1996 socio de honor.
Ese mismo año, se quejaba amargamente a su amigo Goytisolo: «No la conocen porque no se asoman a ella, porque tienen miedo a lo desconocido y fabulado». Almería fue también el escenario de la peor de las tragedias: la muerte de su hijo Antonio a causa de una sobredosis en junio de 1989, cuando apenas tenía 34 años, y al que el escritor le dedicó el poemario No amanece el cantor. Arropado por sus amigos, su salud se hizo cada vez más quebradiza, como si de algún modo también hubiese empezado a morir. Su vivienda, conocida como la Casa del Poeta, es hoy un museo que conserva el legado de un escritor que creía que irse de Galicia era el modo de quedarse para siempre, que renegaba de la idea del regreso, y que forjó con Almería un poderoso vínculo que aún permanece vivo. «El sur como una larga, lenta demolición/El naufragio solar de las cornisas bajo la putrefacta sombra del jazmín».