No, Sally Rooney no era ninguna impostora

FUGAS

VICKIE FLORES | efe

17 sep 2021 . Actualizado a las 17:46 h.

Si la segunda novela tras un chupinazo literario (Conversaciones entre amigos) no solo mantiene el nivel, sino que además lo supera con creces, deviniendo incluso en serie de televisión a la que milagrosamente son tres escasos los repelentes que se han atrevido a ponerle peros -la adaptación audiovisual de Gente normal es exactamente lo que cualquiera espera tras engullir la historia de Marianne y Connell-, el siguiente desembarco en librerías o cumple o demuele el castillo de naipes, confirmando la sospecha de una estafa, siempre latente. Nadie dijo que ser «la voz de una generación» fuese fácil. Así que Sally Rooney (1991, Castlebar, Irlanda), que es muy lista y que seguramente estará hasta el moño de la condenada etiqueta, lo que ha hecho en Dónde estás, mundo bello es rematar la jugada dando de comer a los hambrientos -afortunadamente para sus hooligans, despliega aquí otra minuciosa y certera radiografía de las relaciones de su (nuestro) tiempo- e incursionando en sus páginas a través de una crítica implacable al actual engranaje editorial y al calvario de la exposición pública; en definitiva, constatando con redoble de tambores que ella lo vale, que no era ninguna impostora.

A Rooney se le reprocha que escribe siempre sobre gente blanca con dinero (con problemas de gente blanca con dinero, la mayoría con estudios superiores, elevadas inquietudes intelectuales y una cháchara digna de combate retórico) y que sus personajes están lejos de encarnar a la cohorte demográfica alumbrada a finales del siglo XX, en definitiva, que circunscribe un sentimiento generacional al de unos pocos, gente que está dejando de sentirse joven, aburrida de su vida y con ganas de reanimar sus relaciones abriéndolas a nuevas experiencias. Discrepo. La autora irlandesa ha sido capaz de construir un molde en el que más que muchos, muchísimos, sienten que encajan. Sus tramas se devoran. El fenómeno está justificado.

Como en las anteriores, en esta novela son muy pocos los personajes que salen a escena: una escritora joven de éxito que se repone de un colapso psiquiátrico en un pueblo de la costa atlántica; su amiga íntima, asistente editorial con vagas inclinaciones al sometimiento, una nada sana relación con su hermana y un tremendo cuelgue por un amigo de la infancia; el susodicho, guapo a reventar, asesor político y confidente de ambas, muy católico y por consiguiente mártir vocacional; y un cuarto perfil, masculino, antagónico a los anteriores, un tipo rudo y desganado con complejo de inferioridad, al que la novelista conoce a través de una aplicación de citas. Son desesperadamente contradictorios, intimidantes, terriblemente insatisfechos. Su genialidad resulta por momentos insoportable: a veces dan ganas de matarlos; a veces, de acurrucarlos, animalillos.

Toda la acción que hay, escasa, aunque parece al servicio de la queja, más que al lloriqueo se pliega a poner de relieve un clima social (el actual) inabordable: el inconformismo, la precariedad, la incapacidad para asumir el fracaso y la devoción a la primera persona del singular. Rooney consuma esta labor -bordándola- a través de correos electrónicos que turna con diálogos imbatibles; ella es un hacha en el arte de poner a los personajes a hablar entre sí.

Al final, uno intuye que hay algo más, algo bajo la superficie que es lo que consigue convertirnos en seres insensibles a la abundante vulgaridad, a la fealdad, a lo obvio: la certeza de que en todo momento y en todo lugar existe un mundo bello