El mar de belleza y dolor de Patti Smith

Mercedes Corbillón LA CIUDAD Y LOS LIBROS

FUGAS

13 abr 2021 . Actualizado a las 10:58 h.

Es miércoles, marzo está declinando y el día también. La calima cubre el sol que solo es un resplandor en el horizonte, tan blanco que parece el foco de un quirófano o de un plató de televisión. Últimamente ambos son lugares donde se extraen las vísceras. Hace un calor extraño, incluso aquí, en la terraza de este ático de C. donde normalmente el viento azota tan fuerte que se hace difícil vivir. Cuando llegué me esperaban los cadáveres de mis plantas, muy dignos y enhiestos en sus bonitas macetas. Solo ellas han sobrevivido al invierno, al temporal, a la soledad, a la sal, a ese aire que seca todo lo que la lluvia previamente anega.

Una hoja se ha quedado pegada a la baranda. Allí, con su relieve dibujado en el cristal, parece que es el fósil de un beso. Aunque los besos en sí mismos no existen. Existen los labios que buscan a otros labios. Como ese mar que busca la orilla, a veces con furia y a veces con resignación.

Hoy esconde sus intenciones -mis labios también-, parece tranquilo, pero de vez en cuando el punto de nieve de una ola cruza el malecón. Viene después del rugido, pero a menudo no lo oigo oculto tras el canto de los pájaros, que parecen especialmente contentos a esta hora y compiten con grillos y otros insectos en darle el tono vibrante a la banda sonora de la tarde. Un poco después se callarán, como si fueran religiosas llamadas a vísperas.

Justo antes de anochecer intento fotografiar el esqueleto desnudo de lo que fue una promesa de acacia. Es hacerlo y acordarme de Robert Mapplethorpe, sus imágenes de flores, algunas marchitas. Recuerdo que tengo por ahí El mar de Coral, el libro de dolor y belleza que Patti Smith escribió cuando él murió. Voy a buscarlo. Las hojas están amarillas por el sol, cualquiera diría que tienen cien años. Lo abro al azar y leo: «El mar estaba tan denso como un Rothko, prosaico, uniforme. Pero las sombras parecían estar por doquier, invadiendo cada hueco, cada escondrijo, como un batir de alas donde no había aves, ni tan siquiera una gaviota».