«I love Dick»: Por qué nos gustan tanto los tipos malos

FUGAS

Jill Soloway («Transparent») se adueña de una obsesión sexual real y la convierte en un homenaje visual a la libertad femenina. ¿Está el espectador preparado para algo así?

26 ene 2018 . Actualizado a las 12:26 h.

Hay en pleno desierto americano, al suroeste de Texas y a dos horas de El Paso, un remoto y polvoriento lugar maltratado por el viento donde los caballos salvajes y los oriundos ganaderos conviven a diario con elocuentes artistas de vanguardia. Recóndita y yerma, Marfa era hasta finales de los ochenta una ciudad despoblada a la que la gente solo se acercaba para contemplar los globos de luz que aparecen y desaparecen en su cielo sin explicación alguna. Y entonces llegó Donald Judd. Harto de la agitada escena artística neoyorkina, el escultor minimalista se instaló entre campos rubios, cactus y destartaladas caravanas para plantar, en medio de la más absoluta nada, sus desmesuradas instalaciones. Poco después, se hizo con un antiguo complejo militar y puso en marcha su propia fundación: galería, espacio de creación y escuela. Artistas de todo el mundo arrancaron entonces -invitados a leer, a escribir y a pensar- un peregrinaje en masa que aún hoy engorda el censo de ese lugar tan vacío y limpio donde sucede, ahí mismo y así, entre descomunales piezas escultóricas y una colorida comunidad intelectual, I love Dick, la nueva serie de la creadora de Transparent, Jill Solloway: ocho provocadores y desconcertantes episodios, protagonizados por Kathryn Hahn, Griffin Dunne y Kevin Bacon, basados en una transgresora novela experimental que recoge la real ofuscación sexual de una carismática y neurótica mujer, y que pueden pasar por tu vida sin pena ni gloria o dejarte completamente maravillado. No hay término medio.

I love Dick -a veces historia, a veces experiencia visual- es una ficción que juega con un libro que juega con la realidad, la que su protagonista asegura que vivió entre el 3 de diciembre de 1994 y septiembre de 1995. Aquella gélida noche de invierno, Chris Kraus -39 años, directora de cine experimental- y su marido, Sylvère Lotringer -56, profesor universitario- disfrutaban junto a su colega Dick -46, crítico cultural- de una agradable velada en un sushi bar de Pasadena, California, cuando, avanzada la conversación, Dick comenzó a sostener descaradamente la mirada de Chris. Fuera nevaba copiosamente, y el experto en teoría posmoderna se ofreció generoso a acoger al matrimonio en su propia casa, en pleno desierto de Antelope Valley. Insistió ella, algo achispada, en lo excitante de la propuesta, y la madrugada se desplegó ebria entre flirteos y posibilidades que se quedaron en condicional. Nada sucedió, pero todo sucedió: la chiribita en la pupila; Chris, sexualmente excitada por primera vez en siete años. Arranca de esta anécdota nada extraordinaria ese manifiesto epistolar titulado no sin poca intención I love Dick, un puñado de carnales cartas que tras su publicación en 1997 se convirtieron en estandarte feminista por cuanto tenían de narración indiscreta, de exhibicionismo y voz alzada de mujer en contraposición al sometimiento, al silencio, a la mojigatería y a la contención.

Soloway dio con ellas y exportó al relato audiovisual la fórmula escogida por Kraus para contarle al mundo que también las mujeres tienen calentones y pueden (y deben) hablar de ellos, pelear por ellos hasta lograr enfriarlos. Que los límites son elásticos; que la erótica a veces es piel y a veces, neuronas. Que una puede ser una señorita guerrera y lista, y caer rendida por un auténtico capullo de piernas arqueadas, todo testosterona. Y que no hay nada malo en ello, en el impulso, en el placer, nada que deba convocar a la vergüenza ni al remordimiento si además, como aquí, el resultado es una voz propia, si la fantasía acaba convertida en vía para explorar en profundidad el deseo y la creación.

La adaptación de Amazon, con un madurísimo Kevin Bacon marcando oblicuos en la piel de Dick -que aquí, en lugar de ser el crítico cultural que atormenta enfermizamente a Kraus, invoca al escultor patriarca de ese oasis de erudición en la árida Marfa-, es descarada y especialmente arriesgada también en su forma, en su puesta en escena, tanto que la plataforma, tras sentir la llamada de lo comercial -centrarse en proyectos más grandes y con mayor proyección internacional-ha preferido dejarla así. Sin continuará.

Mucho mejor. No lo necesita.