Truchas a la esgrima

Jose Barreiro

FUGAS

«El prisionero de Zenda». Richard Thorpe, 1952

22 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

El prisionero de Zenda transmite esa ligereza que nace del placer de narrar sin pretensiones. Richard Thorpe comenzó su carrera rodando películas de Esther Williams o de Tarzán y, poco a poco, fue ganando reputación de artesano capaz de rodar con eficacia y perfección cualquier trabajo hasta convertirse en uno de los directores principales de la Metro-Goldwyn-Mayer. Los colores de la Metro pertenecen a un tiempo desaparecido. Remiten a la infancia y a una época en la que las tardes de sábado de los años ochenta nunca eran aburridas gracias al cine de aventuras. Películas como Los contrabandistas de Moonfleet, Ivanhoe o Los vikingos aterrizaban en el salón tu casa y convertían la televisión, parece mentira, en un electrodoméstico emergente. El censo de títulos parecía infinito y resultaba inconcebible pensar que en el futuro, ahora, esa franja horaria capitularía ante el empuje de telefilmes alemanes de argumento clonado. En aquellas sobremesas Gary Cooper defendía un fuerte del asedio de unos indígenas sanguinarios, Burt Lancaster brincaba y pleiteaba con la gravedad en relatos en los que podía suceder cualquier cosa, incluso nada, y Stewart Granger, como en Scaramouche o El prisionero de Zenda, era capaz de resumir cualquier lance con una sonrisa.

Un turista inglés (Stewart Granger) está de viaje en el país imaginario de Ruritania con la intención de pescar unas truchas cuando el rey es secuestrado en la víspera de su coronación por su hermanastro, que desea usurpar el trono. Los protectores del monarca convencen al turista para que lo suplante en la ceremonia, ya que su parecido es extraordinario. Nadie nota la diferencia. El protagonista, por tanto, se ve involucrado en una intriga palaciega que incluye bailes, humor, rescates, un romance con una princesa (Deborah Kerr) y uno de los duelos a espada más soberbios del género. Cuando surge el nombre de Stewart Granger en los créditos iniciales cualquier aficionado sensato ya le coloca un sable en la mano. ¿Pescar truchas? ¿Con espada?, piensa inmediatamente el espectador. Entonces aparece James Mason, que ejerce, una vez más, de villano deliciosamente maquinador, lagarteando la película con astucia e impertinencia, y ya sabemos que la pesca no es de bajura. El prisionero de Zenda termina con un caballo que se aleja y comienza con un tren que se acerca. Ni que decir tiene que cualquier película que empieza con un tren que avanza hacia la cámara silbando (El hombre tranquilo, Los profesionales) merece crédito inmediato. Esto último es una regla infalible o, si lo prefieren, una garantía.

Por qué verla

Por los travellings con los que Thorpe rueda la entrada en el baile y la escena de amor en la terraza. Poseen el lujo y la suntuosidad que la Metro-Goldwyn-Mayer convirtió en marca de fábrica

Por la ironía de los diálogos, que Deborah Kerr y James Mason explotan con una finura y una retranca muy saludables