Pocas ciudades son tan agradables para el paseo como Ferrol, aunque sus vecinos no acaben de verlo: la voluntad colectiva querría más camino apresurado hacia la fábrica y menos pasear. Si Ferrol es una joya, en sus alrededores hay lugares impresionantes, como la fervenza del río Belelle, en Neda. La ruta más suave y frecuentada comienza en O Roxal. Pasando junto al pazo de Isabel II, que fue fábrica de velas para la Marina, pronto se llega a la orilla del río, que baja saltando entre avellanos y alisos. Tras quince minutos de camino se llega por fin a la cascada, de 45 metros de caída sobre una amplia piscina natural que llama al baño (que está prohibido), casi al bautismo por inmersión, para empaparse de esa reminiscencia de paraíso que producen los saltos de agua. Arriba, a centímetros del vacío, un rebaño de cabras da vértigo. Vale la pena retroceder un poco y subir, por un camino forestal y un trozo de carretera, hasta la aldea de Viladonelle. La encantadora iglesia parroquial de san Andrés mira al bosque y a los prados donde pastan las marelas. Dos tejos guardan la puerta, uno de ellos especialmente venerable, de 500 años. ¿Quién elevó esta especie a la aristocracia de los árboles? La historia y la leyenda. Comiendo sus frutos se mataron en el monte Medulio los galaicos insumisos, con sus refugiados astures y cántabros. Antes de la pólvora los pueblos los cuidaban, porque es la madera propia para hacer arcos. Cuentan que los pájaros que los comen se vuelven negros, así que para encontrar un mirlo blanco habrá que viajar a un país sin tejos, muy distinto de Galicia; aquí, por suerte, aún abundan.