La soledad sonora

Maxi Olariaga

FIRMAS

07 dic 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Se diría que el fotógrafo acechaba como un asaltante sin escrúpulos al hombre que, atosigado por la tarde de verano que transporta sobre sus hombros, invade la quietud mágica de la piedra fría que rodea totalmente su entrega incondicional al camino. ¿Adónde el camino irá?, se preguntaba aterrado Antonio Machado cruzando la frontera doliente, la puerta entreabierta que los Pirineos ofrecía a los vencidos en nuestra maldita guerra civil.

Tal vez ese hombre solitario se hacía la misma pregunta enfrentándose a la huida de si mismo viajando a ninguna parte. Allí estaba el fotógrafo, quién sabe si hombre o mujer, apoyado en el muro de la maravillosa casa de Malvido como un lagarto mecánico observando el mundo del silencio a través de una lente que agonizaba en la oscuridad redonda de su cámara mecida por el rumor de los pasos del hombre congelado en su interior.

Al fraile Juan de la Cruz se le escapó éxtasis abajo un verso: La soledad sonora. Muchos años después, el atormentado Juan Ramón Jiménez lo recogió en las orillas de un lago colérico y tituló con el un poemario incandescente y doloroso que podría contenerse en los límites de esa fotografía robada al tiempo y al espacio de una hora que jamás, como el agua de los ríos, volverá a ser la misma.

En el gris del fondo se adivina un cielo azul perfumado de frutales y de vides rabiosas. Las ventanas abiertas de par en par, la sombra mínima que sobre las losas de A Peregrina noiesa proyecta el caminante y esa luz que como un torrente desciende rúa abajo desde el campanario de San Martiño, dan fe de la explosión de una sonata de estío.

Si, como yo, usted tuviera en sus manos la fotografía original y a ella aplicase el oído, podría escuchar la crepitación del chisporroteo que exhalan las piedras a pleno sol. Podría verse sentado al pie de una chimenea prodigiosa en la que arden todas las cosas que ama, todas las carnes y todas las almas, todos los versos y toda la tinta derramada para construirlos.

Podría hasta sentirse usted parte del paisaje agobiante que aprisiona la soledad del hombre en su cárcel de granito y cal. Tal vez se reconozca en una mariposa blanca que rinde su vida en una maceta de geranios o en una golondrina que firma con su vuelo la tersura del aire de papel de seda detenido bajo los balcones.

El mediodía se desploma sobre la calle y el agobio de la soledad trepa desde el fondo de la tierra abriéndose paso a dentelladas devorando las raíces colosales que mantienen en pie la ciudad. Todo es tan angosto, tan próximo y tan irrespirable que en el corazón del fotógrafo repiquetea el eco del clic como el aullido de un lobo solitario.

El hombre desaparece del visor camino del puente sin saber que un rasgón de su piel ha quedado encerrado en la libreta de celuloide en la que la cámara lleva el monótono diario de su alma. El cliché es la eternidad esculpida en un cielo negro y ahí residiremos.

Si pudiera usted acceder al momento en el que el paisaje difumina hasta su desaparición la figura del hombre en el aire caliente, si ciertamente prestara atención, podría comprobar como desde los cuatro puntos cardinales un rumor mineral lo invade todo. Es su voz. La voz antigua de la soledad sonora.