«Son máis de ferros que de libros»

M.G. REigosa SANTIAGO / LA VOZ

FIRMAS

Álvaro Ballesteros

Valora que se puedan ver las torres de la catedral desde cualquier acceso

20 ago 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Dice que cuando se hace una analítica le suele salir un poco alto el diésel, y quienes lo conocen no se extrañan porque lleva en las venas la devoción por su profesión. La de Leandro Mosquera Pampín es también la historia de la empresa de transporte de pasajeros que lleva su primer apellido, en la que empezó como revisor. La misma que ahora dirige.

Cuando echa la mirada atrás y empieza a evocar el pasado, dibuja recuerdos a borbotones, miradas a través de las lunas de un autobús desde que Compostela era poco más que la almendra histórica y, alrededor, un enorme solar de solares.

«Nacín en Vila de Cruces e con dez anos vin a estudar a La Salle», precisa. Pero con 14 decidió que su hábitat estaba en los chasis y no en las aulas: «Son máis de ferros que de libros». Y eso a pesar del disgusto y las amenazas paternas: «Son zurdo. Daquela atábanme a man esquerda para que aprendera a escribir. E conseguírono, pero para traballar e xogar ao fútbol ou ao baloncesto sigo coa esquerda. Meu pai díxome que, se volvía para casa, que me esperaba un fouciño para zurdos, un sacho e moita leña que partir».

Leandro no se arredró. Y se salió con la suya, porque con 14 años se subió a un autocar como revisor. Eso sí, trabajaba «os 365 días do ano». Y así, sin bajarse del autobús, vio crecer una ciudad de la que se confiesa «engaiolado» y en la que reside desde hace ya casi tres décadas.

A mediados de los sesenta aquel vehículo hacía la ruta desde Cruces a Compostela: «Eran máis de dúas horas de viaxe por camiños de pedras. Era raro que non volvésemos sen problemas nalgunha bésta ou nalgunha roda. Había tramos de moita lama nos que se quedaba o autobús enganchado. A xente baixaba e empuxaba para poder seguir».

Aquellos autocares iban llenos hasta la bandera y un poco más, rebosaban. Se aprovechaban todos los espacios habidos y por haber, literalmente: abajo, los pasajeros; arriba, las cajas con productos de la huerta para vender en la Praza de Abastos, y también pequeños ejemplares porcinos que se subían por la escalerilla y tenían una especie de jaulas para el traslado. Todo estaba bajo control, excepto cuando a los gorrinos les daba por aliviar y el ambiente se iba cargando.

La convivencia durante el viaje mejoró avanzada la década de los sesenta, cuando pudo entrar en servicio un camión mixto con capacidad para nueve pasajeros en cabina y una amplia zona de carga para animales.

El fielato en Pontepedriña

Eran tiempos en los que todavía había que pagar el fielato, una variante de aduanas con teóricos fines de control sanitario. Leandro Mosquera los recuerda bien: «Había un posto en cada entrada da cidade. A nos tocábanos parar no de Pontepedriña. Sempre se lles mentía un pouquiño, pero eles xa o sabían».

A principios de los setenta el mercado de ganado se trasladó de Santa Susana a Salgueiriños. Entonces el Ensanche no era más que una colección de fincas que se perdían en el horizonte. «Víase a cheminea da Tintorería España (en lo que hoy es la rúa Xeneral Pardiñas) e parecía que estaba moi lonxe», contextualiza Mosquera.

A la par que ese cambio de ubicación, el peso de la actividad ganadera fue decayendo y con la llegada del Gobierno autonómico se aceleró el pulso del crecimiento y de la transformación urbanística. Lo mismo le sucedió a la empresa de transportes, que pasó de la media docena de vehículos a los 33 que tiene hoy en día.

A pesar de los cambios, Leandro Mosquera sigue disfrutando de la ciudad. «É unha marabilla. Da gusto pasear polas súas rúas na zona vella. Medrou moito, si, pero non se fixeron grandes barbaridades. Que se poidan ver as torres da catedral desde calquera entrada a Compostela ten moito valor».