El tránsito

José Varela FAÍSCAS

VALDOVIÑO

07 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La nordestada abrillantó los primeros días de esta semana: cribó el aire, y el espacio, desnudo, quedó más transparente; despojado del polvo blanco como humo viejo que le endosa el verano. Pero impuso un viento áspero y a ratos fresco y destemplado. Un virazón hosco que arruinó mi propósito de vérmelas con las lubinas de O Rodo, A Frouxeira y hasta del recoleto arenal de O Baleo: las rachas de viento desbaratan los lances de los cañistas armados con más entusiasmo que destreza. Escudriñar las olas desde la arena de la playa para tentar las robalizas, con magra fortuna, reconozcámoslo con pesar, entretiene mi particular y anual tránsito del desierto, ese interregno difuso y melancólico que se alarga desde el adiós a los ríos -una temporada de pesca fluvial para el olvido a causa de una aciaga y persistente confabulación de abstinencia de las truchas y los reos- y el esplendor de las setas, con la esperanzadora epifanía de unos níscalos que ya caté previamente salteados, coronados con la fragancia de unas lascas de ajo y atizados por una cayena. Se aprecia el otoño en el olor a resina de los pinares, en la humedad presentida bajo la pinocha y en el rocío al abrir el día. Un reclamo irresistible. A esta altura del año, el sol asoma sobre la cresta eucaliptada del monte Penedos, entre Xavariz y Lagares, y empieza a calentar el valle de Pantín por Marnela, después alza el vuelo para templar el carrizal y las dunas. Unos meses antes, es más madrugador y se muestra por el collado de A Cabina, con A Capelada al fondo, intuida detrás del pico San Xiao. Desde O Castro, en Marnela Dabaixo, el espectáculo de la amanecida es formidable. Y, hasta ahora, gratis.