Carpinteros

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

10 may 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Estuve intentando ajustar la puerta de una habitación en su marco para que abriese y cerrase como Dios manda, pero tuve que acabar desistiendo. Mi habilidad para esto no es mucha, pero las herramientas tampoco son las idóneas. Eché de menos el instrumental de un carpintero. Me ayudaría, sin duda, a pesar de mis limitaciones para trabajos de este tipo. Es curioso, porque el oficio de carpintero siempre tuvo para mí un atractivo especial, inversamente proporcional a mi destreza para ese trabajo. Además, los carpinteros que conocí a lo largo de la vida eran todos buenas personas, silenciosos y observadores, acostumbrados a trabajar en soledad con ellos mismos. Soy de los que creen que los oficios tienen una influencia directa en las vidas de las personas y acaban marcando su propia personalidad. Vicente, el padre de mi amigo Javier, era veterinario y acabó asimilando la tranquilidad escéptica de las vacas: jamás lo vi perder la calma ni enfadado con lo que hacían sus hijos y amigos.

Como decía, tengo muy buen recuerdo de los carpinteros, especialmente de dos. El primero, el que venía a casa de mis padres a hacer arreglos puntuales o, a veces, trabajos de más envergadura, como echar el piso de madera de una habitación o hacer un mueble. Llegaba temprano, antes de irme yo para la escuela, siempre con una cesta de esparto al hombro con sus herramientas dentro. En el alpendre donde trabajaba iba desplegando todos los utensilios que necesitaría. Los colocaba con cuidado y me decía el nombre de cada uno: este es el nivel; esta, la escuadra; el cepillo, la garlopa, la trencha, la escofina… Nombres viejos, con sabor bíblico. Después empezaba su tarea en silencio, como si tuviera que escuchar el sonido del trabajo. Ese día comía con nosotros, y lo hacía con sencillez y unos buenos modales, que le daban una cierta distinción en la mesa. Y la media hora que se tomaba como descanso después de la comida la dedicaba a tocar el clarinete, sentado en el alpendre. Las piezas eran alegres, del repertorio de la banda de música local a la que pertenecía. Su tiempo libre lo dedicaba a ensayar lo que luego tocarían en las fiestas de la comarca. Había aprendido a tocar el clarinete en la mili y le había cogido mucha afición.

El segundo carpintero ya pertenece a mi época adulta de profesor. En el instituto había un bedel al que un director inteligente lo había eximido de las funciones propias de su trabajo para que se dedicase a la carpintería. Le habilitaron un sótano del edificio, y el señor Pepe, que era carpintero antes de ser bedel, se dedicó con total entrega a la tarea de reparar sillas, mesas, enmarcar encerados, recuperar muebles de todo tipo que de no ser por él hubieran acabado en el contenedor de la basura. Le ahorró mucho dinero al instituto con su buen trabajo diario. Era ya un señor mayor cuando yo lo traté y, por mi curiosidad por las carpinterías, lo hice con frecuencia en horas libres, cuando bajaba a sus dominios a ver lo que estaba haciendo. Tenía debilidad por el castaño, para él la mejor madera del mundo. Hablaba de los soutos de Becerreá, que era su lugar preferido para ir de excursión en otoño en su pequeño utilitario: todo un paisaje amarillo, con las hojas despidiéndose de unos castaños solemnes y bien alineados. Solo tenía una pena que no dejaba de amargarle: su mujer prefería tener en la casa los muebles de formica antes que las pequeñas joyas de castaño que él podía hacer. Nunca lo entendió. Yo, tampoco.