Desubicados

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

07 abr 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Paseando por los alrededores de la ciudad, me sorprendió ver completamente abandonada la pequeña parcela, esa que siempre antes estuvo muy cuidada por sus dos dueños. Sobre ellos escribí hace dos o tres años un artículo, cuando me enteré de que había muerto el mayor. Eran para mí el ejemplo exacto de lo que es el exilio dentro de la propia tierra. Víctimas de una emigración interior que, a veces, resulta más dolorosa que la que obliga a marchar a otro país.

Eran dos hermanos a los que yo conocía como vecinos de la zona donde vivo y con los que, de vez en cuando, hablaba del tiempo y de las cosechas. De una aldea de la provincia de Lugo, habían llegado a la ciudad en busca de mejor vida, porque el trabajo en el campo tenía muy pocas expectativas. Trabajaron en la carretera Ferrol-Vilalba y continuaron con la misma empresa en otras obras menores por la comarca. Su economía mejoró con los salarios fijos de cada mes, y con su vida austera y sentido del ahorro, compraron un piso para establecerse en la ciudad. Pero ni esa modesta prosperidad logró borrar de sus rostros la nostalgia de su aldea y de las faenas del campo que habían abandonado. La pena de no encontrarse en su medio natural se les había instalado en el alma. En los días laborables, entretenidos con la tarea del alquitrán o con los ladrillos en el andamio, no se paraban a pensar en la extrañeza de una vida que no les gustaba, que les era extraña y casi hostil. Pero los fines de semana les resultaban insufribles. La pena y la nostalgia de la aldea, de las labores amables del campo, de la serenidad de aquel ambiente, les amargaban el bien merecido descanso laboral.

Y es que les angustiaba estar sin hacer nada, no tener en qué entretenerse, no encontrar con quien hablar de árboles, de animales, de sembraduras y de cosechas. La gente de la ciudad tenía otras costumbres: paseaban por las calles céntricas, se sentaban en una cafetería a tomar algo y a charlar con otros amigos o conocidos, o a leer el periódico.

Pero ellos no eran de perder el tiempo delante de un periódico o de un café. Ni encontraban tampoco gente con sus mismos intereses con la que poder charlar. Además, a ellos les gustaba saber con quién hablaban, como ocurría con los vecinos de su aldea, que tenían nombres y apellidos, que eran de tal casa, hijos de tales padres, nietos de aquellos abuelos…

Ese desasosiego existencial de los fines de semana empezaron a enmendarlo cuando decidieron comprar una parcela pequeña en las afueras de la ciudad. Un terreno que se fue transformando en una huerta cuidada y, con el tiempo, en un pequeño vergel. Llamaba la atención el esmero con que la cultivaban. Allí se podían ver, en su tiempo, unos tomates espectaculares, judías, lechugas y pimientos que difícilmente se podrían encontrar en el supermercado más selecto de la ciudad. Últimamente, en mis paseos por la zona, aquel esplendor de la pequeña huerta había ido a menos, pero el hermano sobreviviente seguía manteniendo a raya las malas hierbas, aunque plantando cada vez menos variedades.

El deterioro del terreno era progresivo, seguramente como la salud del dueño que lo cuidaba. Siempre que paseaba por allí, me detenía un momento a contemplar ese pequeño huerto, auténtico salvavidas al que se agarraron estos náufragos del exilio interior.

Esta última vez, lo encontré totalmente abandonado. Una señora que pasaba por allí me dijo que el dueño había muerto. Posiblemente de nostalgia…