Aquel desván

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

Ramón Loureiro

06 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

La verdad es que no logro comprender cómo es posible que, a estas alturas, los desvanes de nuestra infancia, y muy particularmente los desvanes de las casas de nuestras abuelas, no hayan sido reconocidos todavía como lo que realmente eran: sucursales del paraíso. Si yo tuviese que elegir uno me quedaría, naturalmente, con el desván de la casa en la que nací, que tenía una pequeña ventana que miraba al Poniente desde la que se veía a lo lejos, más allá de los montes —y más allá, incluso, de la grúa pórtico de Astano, a la que entonces llamábamos el Puente Grúa—, la inmensidad del mar, que se fundía con el cielo conforme se iba desdibujando la raya del horizonte. Aquel era un desván (nunca me canso de recordarlo) repleto de cosas maravillosas, entre las que se encontraban desde las figuras del Nacimiento hasta discos con el sello de Fundador, además de fotografías muy antiguas cuidadosamente enmarcadas en las que no sonreía nadie, ropas como las que vestían quienes aparecían retratados en esas mismas fotos, escrituras atadas con cintas de color granate en las que el paso del tiempo había hecho que las palabras se volviesen del color de la madera, baúles llenos de sábanas bordadas y de platos con dibujos y de relojes que no funcionaban, cámaras fotográficas de fuelle, licoreras de cristal tallado y hasta faroles de latón pensados para poder atravesar sin miedo toda clase de oscuridades. Allí fue donde comencé a soñar con la Tierra de Escandoi mucho antes de que supiera cómo iba a llamarse. El viento que venía del mar, el que acariciaba el tejado, estaba empezando a dibujar, en el envés de la Galicia do Norte, la Última Bretaña.