Barcos que navegan la tierra

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

27 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Estoy releyendo Vidas minúsculas, del gran Pierre Michon, que para mi gusto particular no es solo uno de los mejores escritores europeos vivos, sino sobre todo una de las más altas cumbres de la literatura. Y ahora el libro me parece distinto, cosa que, por cierto, cada vez me sucede con mayor frecuencia. Quienes sentimos esta devoción nuestra por la lectura -y me permito utilizar el plural porque sé bien hasta qué punto esa es una pasión que también comparten ustedes- vamos convirtiéndonos en lectores distintos con el paso del tiempo, ¿no les parece...? Autores como Faulkner, Lobo Antunes, Marguerite Yourcenar, Torga, Nélida Piñón, José María Merino, Javier Marías, Luz Pozo, Bernardo Atxaga, Galdós o la condesa de Pardo Bazán me fascinan hoy más, incluso, que hace veinticinco o treinta años. Aunque no por las mismas razones que entonces, sino porque conforme uno va progresando en el maravilloso pero a menudo difícil oficio de lector, aprende a dejar de lado la lucería para adentrarse, de lleno, en lo verdaderamente sustantivo -en gallego diríamos a cerna, disculpen que en este momento no se me ocurra una equivalencia tan precisa en castellano- de una obra literaria. Michon, por ejemplo, desde su refugio de Cards, en la Creuse francesa, convirtiendo en literatura lo que ha fermentado en su memoria -llega un instante en que todo pasado es un territorio mítico, o al menos yo así lo creo-, nos reconcilia con nuestros propios recuerdos. Unos recuerdos que, sin necesidad de grandilocuencia alguna, también son un espejo -sobre todo cuando aflora, sin necesidad de invocarla, la poesía- en el que se refleja la humanidad entera. Mientras leo a Michon, cuya prosa es de una belleza que conmueve («cuando escribo me siento como un cardenal», ha dicho él, bromeando, a veces) se apodera de mí, de forma terrible, la envidia. Y no una envidia sana, precisamente. Porque cuánto me habría gustado (¡qué no habría dado por ello!) saber convertir en papel y tinta todo cuanto tuve la suerte de escuchar, al «calor del animal llamado fuego», en aquel maravilloso tiempo en el que el paraíso estaba en casa de nuestras abuelas. Y es que yo, además de a mis abuelas de Sillobre y Magalofes, aún pude oír mucho, también, a una bisabuela: a la madre de la madre de mi madre, que sabía el nombre de los barcos de vela que, en las noches de niebla, navegan la tierra.