El faro de la noche, ahora que se va haciendo tan tarde

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

02 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

En lo que va de día, y créanme que no exagero, he oído hablar al menos a media docena de personas de lo mucho que les preocupa la posibilidad de «desaprovechar» sus vacaciones. He reparado en ello esta mañana, no sé muy bien por qué. Pero la verdad es que no se trata de algo nuevo. Como ustedes sin duda habrán podido observar más de una vez, esa es una preocupación que, a estas alturas del año, aflora entre muchísima gente. Y cada vida es un mundo, claro. Pero vaya por delante que no me gusta demasiado ese verbo, aprovechar. De hecho, y para ser sinceros, no me gusta absolutamente nada. Siempre me ha sonado al afán de sacar beneficio de todo: de cada circunstancia, de cada instante y hasta de cada persona que pasa a nuestro lado. Aunque, por supuesto, no digo que este sea el caso, solo estaba reflexionando en voz alta. Lo que quería comentarles es que me llama la atención la manera en la que, a menudo, se vive hoy la espera de lo que, en teoría, es un tiempo de descanso. Es curioso, eso. Porque, tradicionalmente, entre lo mejor de las fiestas han estado siempre sus vísperas. Véanse los ejemplos más clásicos: la Nochebuena como víspera de la Navidad, la Nochevieja como víspera del Día de Año Nuevo, y el Cinco de Enero, el día de las cabalgatas, como víspera de la festividad de los Reyes Magos. Y tampoco olvidemos, sin necesidad de irnos tan lejos en el calendario, las vísperas de todas las grandes fiestas del verano gallego, en las que, mientras cocía el horno, resonaban en el cielo la música de las campanas y los fuegos artificiales. Sin embargo, ahora es como, si de alguna extraña manera que no sé explicar, empezásemos a perder el arte de vivir. Como si ya no supiésemos disfrutar de lo que existe para hacer que nuestras vidas sean mejores. Si hay que aprovecharlo todo, y además pregonar mil veces a los cuatro vientos lo bien que lo pasamos y lo felices que somos y la suerte que tenemos y lo estupendamente que nos va y lo maravillosos que son los lugares que visitamos -aunque después las cosas, en el fondo, sean lo que son y en todas partes cuezan habas-, ¿cuándo nos va a quedar un poco de tiempo para nosotros mismos, y sobre todo para quienes de verdad deberían importarnos? Ya se ve en qué ha acabado todo aquello, tan repetido durante el confinamiento, de que no volveríamos a «caer en los errores» de costumbre y de que ahora por fin íbamos a concentrarnos en «lo realmente importante». ¡Qué viejo es el mundo! Hace un instante, antes de ponerme a escribirles esta columna -que siempre ha querido ser, además de un dietario, una carta dirigida a todos ustedes para darles, cada semana, las gracias-, abrí por azar un libro de Antonio Tabucchi, a quien creo que ya mencioné aquí hace un par de domingos, y me encontré con la página en la que el escritor italiano cita al vizconde de Chateaubriand al mencionar el «inútil faro de la noche». ¿Por qué no intentamos, de verdad, recuperar la esencia misma del hecho de existir mientras aún podemos hacerlo...? He conocido a magníficos atletas que abandonaron el deporte amargados por no haber conseguido, cuando ellos querían, la marca que ansiaban (se habían quedado solo a unas décimas de segundo de lograrlo). Como he conocido, también, a extraordinarios escritores que en el fondo fueron incapaces de ver la trascendencia de su propia obra, porque todo se les iba en mendigar premios y aplausos. Malos momentos, estos, para tanta tontería. Conviene recordar que, como ya nos advirtió el propio Tabucchi, se va haciendo cada vez más tarde.