Desarbolado

José Varela FAÍSCAS

FERROL

24 nov 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

El bosque de ribera del río Mera es excepcionalmente cautivador en cualquier estación. Incluso en la más áspera y desabrida, cuando los latiguillos del ramaje desplumado acentúan la grisura lánguida de los días y emploman la lámina de agua, que resbala henchida y apresurada. No digamos ya en primavera y verano, cuando el esplendor revienta las yemas y folia tallos y varas para artillar la cúpula vegetal que corona uno de los más delicados templos naturales de la comarca. Una bóveda que es un himno a la naturaleza, un canto que preludia sosiego, un espacio que hospeda la paz, una filigrana perfumada. Pero también una lección de equilibrio entre las plantas, de convivencia estable en la arquitectura polícroma y cimbreante que sirve de palio al río. Desde los zócalos que pintan las robinias, los helechos y las crocosmias hasta los flancos que amurallan alisos, sauces y fresnos ahorman un cofre para acolchar el tesoro que es el río. Siglos de paciente trabajo de la naturaleza exhiben con humildad y silencio esta joya y la exponen con el inexpugnable poder de su indefensa fragilidad al arbitrio de todos, como un obsequio, como una ofrenda virginal. Pero los pescadores de truchas, como arúspices de este santuario consagrado a la Tierra, están inermes frente a la ferocidad de la incuria: sus cañas no son floretes para batirse contra la ignorancia; ay si lo fueran. Y así la protección arbustiva del río cae cercenada por los fouciños, prolongación de algunos cerebros, y privan de protectora umbría algunos tramos, como en el pozo de A Illa. Tal vez, en su bienintencionada torpeza, hasta sientan el confort tibio que retribuye el favor hecho. No los culpo.