El último reducto

FERROL

20 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando era niño, por mi casa pasaban muchos pobres de pedir, casi siempre los sábados. Mi abuela tenía sus favoritos, que recibían de ella un trato preferente. Que yo recuerde, eran dos: una señora mayor, sin casa y sin familia, y un señor muy simpático, que pedía para poder comprar vino, y que siempre estaba contento, con una borrachera eterna, pero bien controlada. Cuando mi abuelo o mi padre le recriminaban a la abuela que le diese dinero para que lo gastase en vino, siempre respondía lo mismo: «Por lo menos vivirá un poco más contento».

Desde hace unos años yo también tengo un pobre favorito, que ahora mismo me tiene preocupado porque hace ya semanas que no está en su lugar habitual de trabajo, la puerta de un supermercado de la ciudad. Me temo que su cuerpo, debilitado por el alcohol, y sus pulmones, achicharrados por el tabaco, hayan dicho basta ante los primeros fríos. Con su figura menuda, prematuramente avejentada, allí estaba cada día puntualmente, aunque sin demasiado entusiasmo por conseguir una limosna. Era correcto, pero no servil. Saludaba a las señoras y también cuidaba del perro de alguna mientras ella hacía la compra. Pero lo que de verdad le gustaba, además del vino, era leer. Se pasaba las horas arrimado a la pared, con una novela en una mano y un pitillo en la otra. Mi acercamiento a él empezó por los libros. Era un devoto de las viejas novelas del Oeste, que conseguía en las ferias, pero las alternaba con lecturas más sólidas, novelas de aventuras de los grandes clásicos del género. Lo que él necesitaba era evadirse, escapar de su triste realidad a través de la rendija que abría paso a su imaginación. Por los libros fue por lo que empezamos a cruzar algunas palabras cuando yo pasaba por el supermercado.

Y así, sin pretenderlo, me fui enterando de que antes de estar pidiendo limosna anduvo con su currículum de trabajo recorriendo ciudades inhóspitas sin ningún resultado. Y que antes de ser un desempleado crónico, fue un albañil especializado en poner azulejos. La crisis de la construcción lo puso frente al espejo del infortunio. Y así, antes de ser el alcohólico tranquilo y escéptico que era ahora, había sido un borracho ocasional, pero violento y desagradable. Y antes de ser un marido abandonado, tenía una casa bien alicatada y dos chicos que le llamaban papá. Y mucho antes de ser un hombre derrotado, con una memoria sin recuerdos y esquivo en el trato con la gente, había sido una persona sociable, que compartía el tiempo libre con los suyos y con los amigos de toda la vida, gente sencilla y trabajadora. Siempre le gustaron, decía con inocencia, los héroes que se enfrentaban a las dificultades sabiendo desde el primer momento lo que tenían que hacer y lo que debían evitar. Pero, claro, eran personajes de libros en un paisaje de ficción... Le gustaría a él ver cómo resolvían los problemas insospechados que la vida nos va planteando… Pero, realmente, a este pobre ya le daba todo igual. Aceptaba, con la sabiduría resignada del perdedor, estar en la última curva de un camino jalonado de derrotas. El destino, siempre cicatero con los débiles, lo había conducido hasta la puerta de ese supermercado. Las aventuras de los héroes novelescos mantenían, por un hilo, sus ganas de vivir. Sobrevivía sostenido por su imaginación, la única protección que nadie le ha podido arrebatar.