Pánico

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

24 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

De pequeño le tenía mucho miedo a las tormentas de truenos, rayos y relámpagos de un cielo desatado en cualquier noche de invierno. En mi casa se apagaban las luces (para evitar que se estropeasen los aparatos eléctricos), se encendía una vela y mi abuela se ponía a rezar con fervor a santa Bárbara. Desde la ventana que se abre al sur de la casa, se veía cómo los árboles sufrían el vendaval, que los sacudía a su antojo. Siempre me pareció injusto que la Naturaleza, sin más y a cambio de ningún beneficio, castigase así los campos y los frutos sembrados con tanto esfuerzo. Y todavía no entiendo por qué tienen que seguir produciéndose esas catástrofes naturales que castigan algunas partes de la Tierra en forma de terremotos, de tsunamis, de inundaciones, de corrimientos de tierras, etc. La mitología griega consideraba al dios Pan el amo supremo de la Naturaleza. Dedicado al pastoreo de ovejas y cabras, con la misma naturalidad con que disfrutaba oyendo cómo la brisa silbaba plácidamente entre las ramas de los árboles, era capaz de provocar tremendas catástrofes naturales que llenaban de pánico (del dios Pan deriva la palabra) a los habitantes de la zona. Sus fieles nunca entendieron por qué pasaba con tanta facilidad de una actitud pacífica a otra tan violenta. Y, encima, sin ninguna mala conciencia.

Pues algo así nos ocurre hoy en día a la mayoría de los ciudadanos con los actos terroristas del yihadismo islámico que, de forma intermitente, provoca dolor y muerte en cualquier parte del mundo por una causa que no entendemos. Tiene que ser el espíritu maléfico del dios Pan el que los guía, porque de otra forma no puede entenderse el proceder de estos terroristas suicidas. Los métodos más modernos de la psicología no son capaces de explicar lo que pasa en el cerebro de unos jóvenes, en apariencia normales, para que se conviertan, en muy poco tiempo, en explosivos humanos, que se desintegran causando la muerte a tantos inocentes. O para que se sienten al volante de un camión y embistan a una muchedumbre que está pacíficamente viendo unos fuegos de artificio frente al mar, disfrutando de una plácida noche de verano. Hay que tener un cerebro retorcido y obtuso para estar viendo por el cristal del parabrisas a esos niños que juegan al lado de sus padres, y a esa pareja de jóvenes cogida de la mano, y a ese matrimonio mayor que podían ser sus abuelos, y no encogérsele el corazón por la muerte que está dejando bajo las ruedas? Sin el más mínimo remordimiento. Los psicólogos no encuentran una explicación coherente. A todo lo más que llegan es a citar unas causas que se nos antojan demasiado insustanciales para tanta maldad en estas cabezas descerebradas: hablan de una mezcla de fanatismo religioso y odio étnico, de un sentimiento de venganza y de desarraigo social. Muy pobres justificaciones para ser capaz de depositar unas mochilas con dinamita en un tren, o disparar a discreción sus metralletas automáticas contra la gente que está cenando en un restaurante o divirtiéndose en una sala de fiestas. Los kamikazes japoneses pilotaban sus torpedos para acertar en el flanco del barco enemigo, pero era una guerra declarada, entre militares y al margen de la población civil. Estos terroristas suicidas de hoy no tienen otra justificación que su fanatismo y su cerebro dañado. O puede que los domine el espíritu maléfico del dios Pan.