Excesiva exposición

FERROL

10 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Viví bastantes horas de estos días con la presencia psicológica de Mario Vargas Llosa. Me lo encontré en todos los telediarios, páginas de sociedad de la prensa y cotilleos sociales de Internet. Además, también leí Cinco esquinas, su última novela, que me viene a confirmar algo que ya sabía: la reflexión del intelectual y la creación artística no suelen llevarse nada bien con la frivolidad del papel couché del famoseo. Tengo que decir, antes de nada, que, para mí, el escritor peruano es uno de los grandes de la literatura en castellano. Posiblemente, el que tiene una obra detrás que lo avala como el mejor y el de más prestigio entre los novelistas vivos en lengua española. Literariamente, lo conozco a fondo: está entre esa docena de escritores a los que le he leído todo lo que han publicado. Lo descubrí con mis compañeros de curso en la Facultad a finales de los años 60 con dos novelas sorprendentes, además de extraordinarias: La ciudad y los perros (1962), que le valió el premio Biblioteca Breve, el de la Crítica y su triunfal llegada a la literatura española, y Conversación en La Catedral (1969), que confirmaba, definitivamente, el famoso «boom» de la novelística hispanoamericana. Seguí leyendo todo lo que iba publicando y en esa larga lista hay algunos títulos sobresalientes, a los que el paso de los años no ha erosionado: Pantaleón y las visitadoras (1973) sigue manteniendo la fresca ironía de un relato tan disparatado como crítico; La tía Julia y el escribidor (1977), una revelación, desde la propia experiencia, del periodismo de la época y de la pasión amorosa incontrolada que se puede vivir en la juventud; La guerra del fin del mundo (1981), una obra maestra para explicar cómo una utopía puede acabar en tragedia; La fiesta del chivo (2000), un retrato espeluznante de la corrupción social y política a la que están abocadas las tiranías políticas.

Mi admiración literaria por él -a la altura de la que siento por García Márquez, Cortázar o Rulfo- viene, pues, de lejos y, con muy ligeros bajones, se mantuvo hasta estos últimos años. En un viaje a Lima, en 1996, recorrí con tenacidad el elegante barrio de Miraflores, escenario de muchas páginas de sus novelas, con su Parque Central y los ficus centenarios bajo los que paseaba un joven Varguitas con la tía Julia; busqué con ahínco otros lugares que me eran familiares y en los que, con mi imaginación, ya había estado antes. Encontré el Club Terrazas, donde transcurren varios relatos de Los Jefes; no paré hasta dar con el colegio para-militar «Leoncio Prado» y recorrí de punta a cabo la calle Alfonso Ugarte en busca de «La Catedral», la vieja taberna donde Zavala y Ambrosio pasaron horas conversando.

Su última novela, Cinco esquinas, deja ver el oficio, técnicamente perfecto, de su autor, pero está muy lejos de sus hermanas mayores, como algunas de las citadas en este artículo.

Como su presentación se hizo coincidir con los grandes actos sociales, cursos, conferencias, reportajes televisivos y presencia en las revistas del corazón con que el autor celebra su 80º cumpleaños, deduzco que el gran Vargas Llosa ya está a otra cosa, por lo menos desde que lo hicieron marqués, en el 2011. Lo que la política no consiguió -acabar con el escritor- están a punto de lograrlo las revistas del corazón y su excesiva y frívola exposición a los medios.